La Educación liberal: Laicidad y poder de la Generación del ´80

Por: Dr. Alberto Lettieri
27 de Marzo de 2015

Le llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme su sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarle con el respeto profundo de los grandes cariños [...]

(Miguel Cané)

La cuestión educativa enfrentó a liberales y católicos en la segunda mitad del Siglo XIX, produciendo cambios de significación que marcaron a fuego la educación argentina hasta nuestros días. Según plantea Halperin Donghi (1980) la generación del 80` es parte de una pura tradición ecléctica, pero esta afirmación no ahonda en la real problemática engendrada por los liberales referida al reordenamiento social, que necesita para perpetuarse en el poder y así mantener los intereses de un grupo reducido frente a la polarización social, de intereses que serán fuertemente resguardados bajo el eslogan “igualdad y libertad”, secularizados en la reafirmación del modelo liberal. Por otra parte, Natalio Botana (1984) sostiene que existiría una crisis identitaria devenida en las guerras civiles. Sin embargo, el barrido del liberalismo provocó una herida tan ríspida, que aún deja secuelas. En la segunda mitad del Siglo XIX la identidad nacional se dirimía entre la laicidad y el catolicismo. Un Estado que necesitaba retroalimentarse y para ello unificar a la sociedad rompiendo con el tradicionalismo criollo bajo una mirada hacia el afuera, es decir, hacia Europa. En este marco, Argentina sostendrá una economía dependiente y cada vez más ligada al colonialismo que a la independencia de un modelo económico liberal apoyado en el sistema educativo. Resulta oportuno mencionar que el interés del conservadurismo porteño se remonta a la época de Rivadavia, desde el empréstito inglés de Baring Brothers y el sistema educativo napoleólico, basado en la educación como herramienta utilitaria para el “progreso”, alejada cada vez más del contexto social y dirigida a la formación ciudadana, enfoque que se profundizó aún más con la llegada de Sarmiento. Un sujeto basado en la proyección moral, intelectual y relegado a la economía afianzó la generación del 80, que necesitó de ciudadanos formados y con buenas costumbres para continuar el modelo dependiente bajo una educación efectiva y revalorizante de un sujeto que ahora perdía su identidad para ponerse en función del Estado.

Las medidas adoptadas no fueron azarosas, sino es pos del ideal que latía en los cimientos de esta “nueva Argentina”. Era necesario terminar con la formación religiosa para unir a la población nacional con los inmigrantes, teniendo en cuenta que la oligarquía consideraba esto esencial para la modernización. De esta forma se relacionaban los términos: migración, economía y desarrollo.

La educación laica constituía una obligación para la administración pública para centralizar uno de los focos principales de reproducción social que anteriormente estaba en manos de la Iglesia. La oligarquía liberal ya lo había planteado con Mitre, y ahora, con la escuela, se aseguraba los recursos necesarios para su crecimiento. Había que crear una unidad social que revalorizara las tradiciones europeas y que reconvirtiera al inmigrante defendiendo de este modo el rumbo tomado con el apoyo popular, que desconocía los artilugios de la reforma. Lo que se planteaba era una reactivación económica con el aporte de capitales extranjeros y la inserción de la población popular que había sido marginada, que ahora tendría la misma oportunidad para insertarse en el mercado laboral y constituirse en individuos controlados a través del “soberano”. El maestro cumplía de este modo el rol de “vigilador” para que estos individuos marchasen bien solos, en términos de Althusser, se convirtieran en “buenos sujetos” que respondieran a la ideología dominante, sujetos que libremente aceptan su propia sujeción sin ser coaccionados por la violencia. En este contexto, la alfabetización constituía el mejor método de control para ubicar a aquellos que podrían generar conflictos mediante una categoría de ciudadanos que unificaría a la sociedad. En términos de Sarmiento, el poder debía concentrarse en los “ilustrados”, quienes se legitiman por medio de las libertades políticas y civiles de la población, la no intervención del Estado en la economía, la protección a la propiedad privada y la centralización del Poder Ejecutivo, bajo una educación que sostenga a la clase dirigente.

El roquismo impulsaba desde su política liberal la bandera de una Nación en la que la formación ciudadana se basaba en los lineamientos sarmientinos que fueron discutidos en el Congreso Pedagógico: Una escuela pública, gratuita y obligatoria. Los debates significaron cambios en los métodos de aprendizaje y la formación docente. La educación cumplía un rol fundamental en el acompañamiento del modelo de exportación de materias primas, por medio de una enseñanza institucionalizada, centrada en la creación de los recursos humanos necesarios que luego se insertarán, tal como lo explica Tedesco (2003) en el campo, los frigoríficos y ferrocarriles. “Ciudadanos que se alejan de la enseñanza cristiana para ser controlados por el gobierno que a cambio, les brindará la libertad de elegir”.

La profesionalización estaba destinada a la oligarquía porteña deseosa de continuar firme el modelo liberal y utilizarlo como herramienta de producción que impulsó el crecimiento agrícola y la burocratización estatal. El requerimiento de una fracción de la sociedad, sustentable al modelo agroexportador, no requería la incorporación de técnicos. Se buscaba alfabetizar a la clase popular para formar nuevos actores que interfiriesen en el poder político, dado que la escuela estatal era una fuente reproductora de la ideología dominante positivista. La enseñanza cristiana requería de un poder divino, que estaba por encima del Estado y esto podría intervenir en los planes oligárquicos que veían peligroso el avance de la Iglesia. Por ello, el proyecto de una educación obligatoria, laica y gratuita llegaría a debatirse en el Congreso Pedagógico de 1881 dividido entre liberales y católicos deseosos de cambiar la educación tradicional. La izquierda se alió a la política liberal que infería en el control social e inmigratorio la forma de alcanzar la seguridad y el bienestar general mediante el disciplinamiento de la sociedad ante el peligro de los “bárbaros”. Un proyecto modernizador que marcó los orígenes de la Ley 1420 sobre la base de una instrucción moralizante que llevó a controlar a la población con prácticas eficaces. En este marco, la ciudadanía arraigaba la idea de progreso que expulsaba a la Iglesia de las cuestiones de Estado.

El Congreso Pedagógico de 1881 tenía como objetivo la evaluación de la situación educativa, y la proposición de alternativas para mejorar su calidad y disponer la participación estatal en un área considerada estratégica. Como resultado de las discusiones realizadas en 1882, se concluyó en la necesidad de impulsar la educación gratuita y obligatoria, respetuosa de las particularidades regionales. También, se propusieron reformas metodológicas y cambios significativos en los contenidos y filosofía del sistema educativo, sobre todo, en lo referido a la cuestión religiosa, donde primó la posición que sostenía la alternativa educativa laica, en abierta oposición al proyecto presentado por el Ministro de Justicia, Culto, e Instrucción Pública, Manuel Pizarro, de formación cristiana a ultranza, que reivindicaba la matriz religiosa en contra del laicismo, que se sostuvo permitía “la paz y concordia”.

El debate que instaló el Congreso Pedagógico entre educación laica y religiosa tensó la relación entre el gobierno y la Iglesia, y aunque el Presidente Julio A. Roca recomendó a sus ministros evitar el enfrentamiento, esto no fue posible. El enfrentamiento entre el Ministro del Interior, Miguel Juárez Celman, y el Nuncio Luigi Mattera, terminó con la renuncia del Ministro Pizarro, quien fue reemplazado por el agnóstico Eduardo Wilde. Las aguas no se calmaron y, al año siguiente, el nuevo Vicario Capitular de Córdoba, Monseñor Gerónimo Clara, se enfrentó frontalmente con la presidenta del Consejo Provincial de Educación, la Sra. Armstrong, de confesión protestante, y prohibió que los fieles católicos inscribiesen a sus hijas en la Escuela Normal, bajo la autoridad de Armstrong. Inmediatamente el Estado Nacional tomó cartas en el asunto, y separó a Clara de su cargo, sometiéndolo posteriormente a juicio. Las maestras que intentaron suavizar el conflicto, mediando entre las partes, fueron sancionadas, y el diario La Nación acometió contra la decisión estatal. Rápidamente El Nacional, fundado por Roque Sáenz Peña y Carlos Pellegrini, recogió el guante, a través de Domingo F. Sarmiento, iniciando una afiebrada polémica. José Manuel Estrada, católico militante, fue expulsado de su cátedra de Derecho Constitucional y Administrativo en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, mientras el conflicto no cesaba de incrementarse. Finalmente, las relaciones entre el Estado Nacional y la Iglesia se rompieron. El obispo propagó su accionar con fuertes declaraciones a la prensa en contra del Gobierno lo que provocó una citación por parte de este para que diera explicaciones pero este no lo hizo frente a Francisco J. Ortíz sino mediante una carta al presidente Roca explicándole los acontecimientos suscitados en Córdoba, el ataque de la Iglesia contra la primera Escuela Normal con instrucción laica, lo que provocó una fuerte puja entre ambos poderes y la expulsión de Mattera.

El liberalismo, expresión del positivismo spenceriano y comtiano parte de la razón como centro de todo a través de la verificación. Esto tendrá su eco en la religión porque se pondrían en debate las creencias modificando todos los ámbitos, entre los cuales, el sistema educativo se vio afectado. En este marco la escuela, la familia, las organizaciones sociales, basadas en la formación estatal laica, con el fin de incorporar inmigrantes, ciudadanos libres al proyecto de la oligarquía, también se adaptarían al nuevo modelo. Asimismo, la pedagogía escolar, basada en el modelo norteamericano laico, que profesa la libertad de culto, quedando en manos privadas la religión católica, con lo cual se incorporarían conceptos universales para la unidad social.El papel del Estado interventor, mediador y ejecutor del modelo agroexportador viraría a las nuevas masas hacia la “civilización del progreso” donde Dios dejó de ser el parámetro del manejo del comportamiento humano, que pasó a un ámbito público y libre. El nuevo accionar de la “civilización” acabaría no sólo con la barbarie sino con el crisol de razas por medio de un ordenamiento gramatical, acompañado por el flujo migratorio, que servirían para seguir poblando la frontera e insertar al país en la economía mundial para lo cual se requería de la separación definitiva del Estado y la Iglesia. Todo esto junto con las políticas positivistas, con fuerte arraigo de un monopolio estatal, que dejaría en manos privadas la educación religiosa, mientras que la laica homogeneizaría el contenido y con ello acabaría con posibles enfrentamientos entre clases.

En este nuevo modelo la regulación y el acceso a la educación serían libres y gratuitos para todos aquellos que poblaran el territorio argentino, sobre todo, para los inmigrantes de oficios que poco a poco se convertirían en la mano de obra en las fértiles tierras pampeanas. En este punto es necesario hacer referencia a las representaciones y estigmatizaciones que sufrió el emigrante cuando fue incorporado de manera arbitraria a esta “unidad nacional” de lengua hispana, erradicando sus marcas lingüísticas natales mediante el “disciplinamiento escolar” que antes habían usado con los gauchos e indios. La norma tenía que cumplirse y con ella se necesitaba modificar los preceptos morales de la religión católica. La familia y el Estado eran una única figura encargadas de acompañar, revitalizar, contener y adoctrinar para que la Nación creciera ya que dejar por fuera del sistema a los inmigrantes podría implicar que los urbanos y buenos hombres y mujeres que se necesitaban para poblar se sublevaran. Por esta razón había que incluirlos, apropiarse de sus tradiciones, en otras palabras, argentinizarlos, para insertarlos en el mundo del trabajo, el orden y el control de esta ideología nacionalista de la oligarquía porteña.

Las relaciones con la Iglesia se venían resquebrajando desde 1865 cuando en la provincia de Santa Fe se promulgó el matrimonio civil, que desplazaba la unión cristiana y la posterior creación del Registro Civil de Miguel Ángel Juárez Celman, quien se convertiría en el ministro de Roca.

La implementación de la Ley 1420, de Educación Común, fue fuertemente debatida en el Congreso y puso en tela de juicio cuáles deberían ser los valores para formar ciudadanos. La práctica religiosa venía acompañada de una moral divina, que separaba lo bueno de lo malo, preceptos que permitían el dominio y la interferencia de la Iglesia en todas las costumbres de la población. El nuevo proyecto ponía en peligro la continuidad del poder eclesiástico bajo la figura estatal que necesitaba implementar el modelo liberal en todas sus vertientes por medio de la reproducción social, donde la escuela era la máquina creadora y orientadora provista para expandir el modelo agroexportador.

En este marco, el Ministro de Justicia y Culto, Wilde, sostenía que el centralismo, disfrazado de la “voluntad general”, llevaba a erradicar a la religión ya que no incluía a la porción social minoritaria, porción que necesitaba incluir funcionalmente bajo los lineamientos liberales: mano de obra y capital extranjero disfrazado de democratización que legitimara a la élite política. La escuela como núcleo de contención de pasiones donde el Estado delimitaba sus libertades para garantizar el orden y el cumplimiento del deber. La escuela y el trabajo estaban intrínsecamente relacionados. La educación tenía por objetivo fomentar el desarrollo de individuos fuertes y alfabetizados que pudieran servir al agro permitiendo de este modo la igualdad de oportunidades para que todo recayera en la responsabilidad civil.

La pedagogía ocuparía un lugar central en la discusión por medio de la relación entre el maestro-alumno, cambiando los preceptos moralizantes por un Estado que permitía la libertad, anclada en el ordenamiento, bajo estrategias que contemplaran la observación y la razón, dejando de lado la memorización, para centrarse en el método experimental. Así, la actividad escolar estaría regulada por medio del régimen de asistencia, la currícula empleada, las obligaciones de los alumnos y docentes, donde el material escolar modificaba las prácticas empleadas antiguamente.

Las lecturas que debían enseñar los maestros serían el desafío. La gran civilización que había plasmado Sarmiento comenzaba a profundizarse para siempre con la nueva formación de los niños a medida que la escuela civilizadora se propagaba por el país. A esto obedecía la creación de los nuevos edificios –verdaderos palacios– donde los niños aprenderían a ser buenos ciudadanos.

Otro de los puntos de la discusión en torno a la Ley de Educación Común consistió en la lista de lecturas a emplear en las escuelas y el método a través del cual se le transmitiría el conocimiento a los niños: mediante palabras familiares e imágenes ilustrativas pero sin la utilización de la separación fonética de la palabra, que llevaba a nuevos planteos sobre qué leer, cómo enseñar y qué costo tiene. Así, se estableció el uso de una serie de libros en las aulas. La lógica consistía en alfabetizar y homogeneizar a la sociedad para que todos tuvieran las mismas posibilidades.

Varios fueron los debates que se suscitaron en el Congreso en 1883 en torno a la Ley de Educación Común. El proyecto de Leguizamón fue apoyado por Luis Lagos García, Emilio Civit, Delfino Callo y Eduardo Wilde, mientras que Mariano Demaría, Pedro Goyena, Tristán Achával Rodríguez, Emilio de Alvear, Rainerio Lugones y Dásamaso Centeno lo rechazaron.

Así, el 4 de julio de 1883, el Diputado Leguizamón expresó en la Cámara de Diputados:

[...] El exclusivismo en el ejercicio de esta facultad levantó, como era natural, la resistencia de otro poder, del poder civil, y el Estado contrarrestó en el primer momento que creyó oportuno la facultad exclusiva de educar al pueblo que la Iglesia se atribuía y trató de reconquistarla como derecho propio. […] La influencia de la educación es un medio del gobierno, es un medio de poder sobre las sociedades y, tal vez, este es el único secreto, porque todos los poderes se han disputado, en todas las épocas, el derecho exclusivo de dirigir la educación.

En tanto, agregó que el Congreso sólo podía limitarse a la Capital dado que las provincias poseían sus derechos jurisdiccionales. Además, sostuvo que el proyecto no intentaba erradicar la religión en la República sino que no se enseñara dentro del ámbito escolar público.

A su turno, el 11 de julio de 1883, el diputado Pedro Goyena expuso:

[…] La ley fundamental de la República Argentina está muy lejos de presentar un estado completamente desvinculado de todo principio religioso, un Estado, tal como lo entiende el liberalismo de nuestros días. Cito el artículo 2 por el cual se declara que el gobierno adopta el culto católico, apostólico, romano […] El Liberalismo envuelve un concepto del Estado según el cual este puede legislar con presencia de la ley de Dios y de toda idea religiosa. El liberalismo, señor, es el Estado ateo sustituyendo a Dios. Es el Estado que mata la iniciativa privada particular, que viola las conciencias, que se sobrepone a todo y a todos [...].

Goyena argumentó que el Estado liberal proponía terminar con el catolicismo en las escuelas para crear recursos humanos funcionales a su política. Por otro lado, el Diputado Emilio Civit sostuvo que tanto San Martín y Belgrano mantuvieron la religiosidad en el ámbito educativo aunque uno era realista y el otro masón.

El Ministro de Justicia y Culto, Eduardo Wilde, fue uno de los grandes defensores de la separación entre la Iglesia y el Estado ya que sostenía que permitía la libertad de “conciencia y culto”. Lo mismo opinaba Emilio Alvear, quien afirmaba: “lo que llaman fanatismo religioso yo lo llamo fanatismo burocrático”.

Cuando le tocó el turno de pronunciarse sobre el tema el Diputado Tristán Achával Rodríguez puso en tela de juicio la necesidad del Estado de desprenderse de la religión con el argumento de que todos los ciudadanos necesitan formarse bajo los preceptos morales. “Las escuelas que costea el Estado, deben ser ocupadas por maestros con la necesaria actitud para enseñar a los niños las materias que creamos convenientes que se enseñen y que al mismo tiempo profesen la religión católica. Esto sería, sin duda, lo más conveniente dado que la mayoría de nuestro pueblo es católico y quiere que sus hijos se formen como buenos católicos”. Además afirmó que el pueblo cristiano es un pueblo católico y que la relación entre la Iglesia y la política mantiene una a la otra.

Confrontando los dichos de Achával Rodríguez, el Diputado Lagos García expresó que el Estado no debería tener religión y que el verdadero trasfondo de las discusiones no era la quita de la enseñanza religiosa sino una cuestión de dominación frente a la disputa de la libertad de enseñar y de aprender libremente y que sin embargo, la discusión provocó dos variables: el catolicismo o el ateísmo. Además, aseguró que para los defensores de la religión, la educación normal significaba la ruptura religiosa y expresó que rechazaba el poder “monopólico” del Estado en el sistema educativo ya que bajo este modelo sólo las clases altas tendrían acceso a la educación católica perdiendo de esta forma la Iglesia un número importante de fieles.

En el mismo sentido que Lagos García el Diputado Delfín Gallo expuso que el catolicismo no era una pérdida de la libertad, que, por el contrario, era la religión que habían profesado sus padres y que el pueblo no podía desligarse de ella debido a que “no puede haber una sociedad civilizada que no se incline reverente a la Divinidad”. Argumentó, además, que era una cuestión política y social debido a que la libertad de la enseñanza afectaba directamente a la moral del hombre en un mundo sin Dios para formar ciudadanos “civilizados y libres”.

El Ministro Wilde publica el 13 de julio de 1883: “La libertad de conciencia no es una regla del derecho humano: es una propiedad inherente al ser humano. El Estado debe asegurarla como asegura y garantiza la vida, sin pretenderla subordinar a reglas convencionales. Debe también garantizar la libertad de cultos, que es la manifestación eterna de la libertad de conciencia, más por lo mismo que se traduce en actos eternos, requiere, para ser protegida, caer bajo la jurisdicción del Estado”. Con este argumento Wilde plantea que la religión y el Estado no están intrínsecamente relacionados sino que es el órgano estatal quien debe mediar para que los sujetos ejerzan sus deberes y obligaciones y gocen de una libertad de culto. “No se busca una escuela atea sino una escuela que integre ciudadanos civilizados y libres para la sociedad de forma gratuita y obligatoria, pero contemplando el dogma religioso desde las entidades privadas”, sostuvo.

Por otro parte, Wilde explicó que la enseñanza católica era un retroceso para la población y que querían educar ciudadanos no creyentes dado que no por excluir a la religión, estos carecerían de moral. A continuación añadió que la moral y la religión estaban separadas y que era necesario pasar la religión a manos privadas. Esto significó, en la práctica, que sólo los que tuvieran acceso al capital podrían instruir a sus hijos, al igual que los docentes, que debían ser cristianos. La cuestión religiosa como baluarte inclusivo y exclusivo era lo que se debatía. La civilización católica frente a la barbarie liberal.

El Diputado José Manuel de Estrada fue otro de los políticos y pensadores que defendieron el catolicismo liberal que buscaba frenar la separación entre los eclesiásticos y el gobierno. Estrada era un defensor acérrimo de la “ciudadanía sarmentiana”, que en su opinión representaba la libertad, que para él era la “salvación de la democracia”.

 En el mismo sentido, el Diputado Rainerio Lugones sostuvo el 14 de julio de 1883:

[…] Dios es, pues, el que legisla para el hombre, el que hace que la moral eterna, lo justo y lo recto sea la ley de su vida racional. ¿Cómo? ¿Legisla con sólo crearlo? ¿Quién enseña la moral? Repito. Si para enseñar la moral hemos de rechazar la autoridad de la religión ¿cómo se ha de enseñar la moral en las escuelas? ¿Por la autoridad del maestro? ¿Y cuál es la autoridad del maestro? La autoridad del señor Ministro de Culto que lo nombra. Allí está su verdadero origen, allí hemos de ir a dar, y no es extraño ya que se sostenga que el gobierno tenga también la misión de enseñar [...].

Así, la moral imperante ante el dominio de la razón del hombre llevó a aceptar que la separación de la Iglesia y el Estado era una cuestión capital para permitir la democracia y la igualdad de oportunidades por medio de una educación para el progreso. Un país alfabetizado permitiría las herramientas de mano de obra necesarias para trabajar. El nuevo modelo, además de establecer contenidos mínimos para enseñar, disponía que la cuestión religiosa quedara relegada al horario extracurricular de establecimientos privados ya no por medio de maestros sino a través de ministros de cultos.

 Finalmente, el proyecto de la Ley 1420 fue aprobado con 40 votos a favor y diez en contra. 

Laicidad vs Catolicismo

La sociedad había otorgado durante años la formación ciudadana a manos de la Iglesia, encargada de transmitir y reproducir la fe cristiana interviniendo activamente en la sociedad. El Estado liberal necesitó no sólo cooptar aquellos adeptos ateos, y subjetivizar los principios religiosos. La separación entre Estado e Iglesia significaba mantener las creencias pero sin arbitrariedad. El poder político interviene para absorber y transformar a la población con fines liberales para la soberanía y conciencia ciudadana de la Nación. Sin embargo, la implementación de la laicidad deviene paralelamente de un proceso migratorio en ascenso que había que incorporar a la economía del país. Comenzaba así la discusión de cómo funcionaría “la escuela sin Dios” dado que era Dios el encargado de civilizarlos para la Argentina del progreso, donde poseer conocimiento significaba un cambio en la identidad social de aquellos niños, padres, trabajadores, e inmigrantes.

En este marco, la disputa por la libertad llegaba a todas las fracciones de la población. La Iglesia intentaba desestimar la educación laica bajo el argumento de que el Estado no podía estar por encima de Dios mientras la Nación no cediera espacios, sobre todo, cuando se necesitaba afianzar el modelo agroexportador y para ello, mano de obra dispuesta. Bajo los términos de “libertad”, “igualdad”, “nacionalismo”, “democracia”, se resguardaban los verdaderos intereses del roquismo. Los eclesiásticos no podían pasar por la jurisdicción nacional y si bien la discusión fue ardua, no pudieron frenar las intenciones estatales. La separación entre la gratuidad y la privatización sería otro de los puntos que se debían debatir.

La democracia permitiría la libertad de elección, y con ella, la consolidación de la familia. Sin embargo, la Iglesia sostenía que se produciría una fragmentación en el núcleo familiar debido a que en toda igualdad se esconde una supresión y control del Estado sobre el individuo, entendiendo al pueblo como un todo, delimitado por sus derechos y obligaciones para mantener el bien común, dado que la Nación controla el sistema educativo, asegurándose de esta manera ciudadanos libres y reflexivos, ciudadanos que trabajen para la patria.

En el nuevo modelo imperante el Estado tendría la dirección del sistema educativo y se contemplaba que la enseñanza religiosa se diera en el ámbito privado ya que dentro de la Constitución estaba enmarcada la igualdad de oportunidades que brindaría la nueva Ley. Los diputados que apoyaron el proyecto fueron acusados de ateos ya que consideraban que el Estado estaba por encima de Dios y los preceptos morales que acabarían con la “civilización del pueblo”.

La moral es el tema central que se discute en el Congreso debido a la disyuntiva que se establece entre la “moral religiosa y la laica”, el debate en torno a si en el devenir de la moral ciudadana esta se colocaría por sobre el poder divino y esto no llevaría al individualismo, al egoísmo y a la perdición del hombre. En este marco, el modelo de educación que se impone apunta a establecer conocimientos relacionados con la escritura, lectura, cálculos, instrucción urbana, moral y nacional, historia, geografía, higiene, físicas, naturales, dibujo, música, gimnasia, en aulas mixtas.

La batalla cultural había comenzado y la educación ya no sólo sería un área sino marcaría la estabilidad política donde las cuestiones religiosas quedarían relegadas para la élite. La oligarquía detrás de los guardapolvos blancos escondía la estabilidad del orden y el progreso, donde las pasiones se verían reducidas por el continuo accionar del gobierno a través de leyes, es decir, del deber ser, previniendo de este modo el crimen porque el pensar significaba no sólo una forma de vida, sino una tendencia ideológica que acompañaría al liberalismo.

Los intelectuales liberales arraigaban las ideas de Sarmiento de “orden y progreso” de una Nación basada en la inmigración asentando las bases de la organización nacional. Un modelo positivista donde el docente es poseedor del saber mientras que el alumno cumple un rol pasivo, es decir, solamente incorpora conocimiento a través de él y en el cual todo aquel que no logre adaptarse quedará fuera del mercado. Según Tedesco (2003), la educación argentina se basó a partir de 1880 hasta 1920 en el aprendizaje por medio de su herencia genética y racial. El modelo liberal necesitaba una educación que fuera funcional a la oligarquía para frenar los reclamos del pueblo y así, dominarlos. La oligarquía no realizó un cambio sustancial en el sistema educativo, sólo lo modificó para afianzar su poder y contrarrestar el avance de la Iglesia que subordinaba a la familia por sobre la escuela. Al mismo tiempo, la formación ciudadana podía peligrar, por lo cual el Estado necesitaba crear condiciones materiales necesarias para la acumulación de capital mediante una escuela, reproductora y articuladora de las relaciones sociales.

El hombre, no sólo objeto sino sujeto de su propia educación obliga al sistema educativo a admitir el ejercicio de las distintas opciones a que tiene derecho, en razón de su inalienable libertad.

(Pavigliani, 1999)

La escolarización gratuita permitiría a la población instruirse y de este modo crear sujetos autocontrolados por la oligarquía, deseosa de conseguir recursos humanos sustentables en momentos en que el analfabetismo era uno de los mayores conflictos a solucionar, la educación soberana para la democratización e igualdad de oportunidades. En contrapartida, la enseñanza privada quedaría en manos de una élite deseosa de construir una “conciencia colectiva” para la nueva “sociedad civil” donde la moralización consistía en el respeto, las buenas costumbres y la reivindicación de los héroes patrios.

No se puede perder de vista que la incorporación de una educación laica estaba intrínsecamente relacionada con la visión europeizante de Sarmiento, que transformaría la sociedad para alejarse de la “barbarie” que significaba, la llegada del “buen inmigrante” en la integración social por medio de una escuela vencedora y disciplinadora donde se mezclaran el hijo del abogado y del zapatero.

Palti, (2007) plantea que la soberanía popular al ser “unitaria e indivisible” se “torna inalienable y perpetua”, dado que el representante no representa la voluntad particular de sus representados, sino su voluntad general, fundiéndose en una “aristocracia electiva” donde, lejos de “representar”, no posee límites que fijen su poder más que en sí mismo. Así, el representado queda alienado a las leyes de su representante, que lo priva de toda heterogeneidad en lo que se refiere a su condición social, para unificar su concepto, despojándolo de su identidad particular en función de la soberanía, que Rosanvallón (2002) llamará “representación-legitimación”. Así, la oligarquía necesitó sentar las bases de una soberanía nacional, sin embargo, los nuevos educados se alejaron cada vez más de sus intereses, reduciéndolo a un ámbito político, provocando una dualidad entre “liberalismo y democracia”. (Rosanvallón, 2002). En este mismo sentido, la protección de la libertad no es más que la delimitación de sus valores, ya que la soberanía tiene jurisdicción sobre esta en la transferencia de derechos en el llamado contrato social.

En la segunda mitad del Siglo IXX en la Argentina el Estado liberal, como aparato político-jurídico de representación política fundada en la voluntad popular, que necesita preservarse y seguir manteniendo su autonomía, establece una educación laica y fundante en el derecho de la libertad para “volver lícito lo ilícito”, y así perpetuarse en el poder impartiendo su ideología. Esto, independientemente de la “democracia”, vista como una cuestión conservadora y resultado de las particularidades individuales de un proceso de modernización, ya que el Estado no depende de su forma de gobierno sino de las necesidades de su época, del dominio del poder y de cómo fijar sus límites. Cabría preguntarse, entonces, si lo que se debería cuestionar son los valores: ¿es lo mismo el valor de la libertad que el valor público?

La Ley 1420 de Educación Común

El Congreso Nacional tomó las conclusiones del Congreso Pedagógico de 1882, y el 8 de julio de 1884, sancionó la Ley 1420, que promovió un enorme progreso en materia educativa. Gracias a su aplicación el analfabetismo en el país se redujo del 77%, en 1869 al 36%, en 1914. Sólo durante la primera década de la puesta en vigencia de la Ley el analfabetismo disminuyó un 13,5%, ubicándose en el 53,5%.

La Ley 1420, impulsada por el proyecto del senador Onésimo Leguizamón, fue promulgada por el Presidente Roca y el Ministro Wilde. Adoptó una matriz optativa en materia religiosa, siendo los padres de los estudiantes los encargados de decidir al respecto. A partir de esta legislación la enseñanza religiosa tendría un carácter extracurricular, y se implementaría fuera del horario escolar. También los padres adquirían un rol de contralores, por medio de su participación en los distritos escolares como lo expresa el artículo 3 de la Ley.

Años más tarde Leguizamón se convirtió en Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública del gobierno de Nicolás Avellaneda. Durante su gestión impulsó distintas políticas de mejora de la educación como un plan de educación común, la división de grados, la instrucción primaria y un censo escolar. Paralelamente llevó a cabo la construcción de escuelas en distintos puntos del país.

En lo que respecta a los alcances de la Ley 1420 esta sólo tendría vigencia en la Capital Federal, los territorios nacionales, las colonias y las escuelas normales, competencias del Estado Nacional, en tanto las provincias deberían dictar sus propias normas. Sin embargo, el Estado Nacional se reservó la capacidad de intervenir en los contenidos provinciales, mediante su potestad para inspeccionar la enseñanza, y distribuir premios y sanciones por medio de subsidios y fomentos.

Esta capacidad para definir los contenidos educativos a nivel nacional convirtió a la educación en un fabuloso dispositivo de adoctrinamiento y manipulación de contenidos, representaciones sociales y tradiciones territoriales y étnicas. El artículo 6 de la Ley 1420, por ejemplo, fijaba los contenidos mínimos a transmitir a los alumnos, que incluía una distorsión del pasado nacional y una naturalización de la condición colonial de nuestro país, en relación con la civilización europea, acorde con la propensión colonialista de la dirigencia del liberalismo oligárquico argentino. De esta forma, la ley propiciaba el pensamiento único, disfrazándolo bajo la apariencia de neutralidad y objetividad del saber científico. Asimismo, introducía contenidos y prácticas de sociabilidad definidas en abierta contradicción con las que portaban los inmigrantes y los pobladores preexistentes en nuestro territorio. En el caso de las niñas, se incluían materias como economía hogareña, manualidades, etc., acorde con el rol social preasignado. En el caso de los varones, nociones básicas de la actividad agrícola-ganadera y ejercicios militares simples.

El sistema educativo era dividido en secciones infantil, elemental y superior. Se establecía la enseñanza mixta entre los 6 y los 10 años, y se creaban establecimientos educativos para adultos en cárceles, fábricas, cuarteles y escuelas rurales.

La gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza primaria apuntaba al adoctrinamiento de toda la estructura social, y disponía la responsabilidad social de los padres o tutores, quienes podían ser multados ante las inasistencias reiteradas de los educandos.

La Ley disponía, asimismo, la profesionalización de la actividad docente, requiriendo la obtención de un título habilitante para el ejercicio de la docencia. Como no se contaba aún con la cantidad necesaria de diplomados, el Consejo Nacional de Educación otorgaba certificados de idoneidad a postulantes que superaran los exámenes a los que debían someterse. Las escuelas primarias quedaban bajo la supervisión del Consejo Nacional de Educación, además de los Consejos Escolares, que serían divididos en distritos, al igual que la parte administrativa que funcionara dentro y fuera del establecimiento educativo. Esto propugnaba la igualdad de condiciones entre los dos sustratos de la población formada para el progreso nacional.

Sin embargo, la Ley no promulgaba el ateísmo sino que circunscribía el tema religioso al mundo privado. En el ámbito público los valores morales seguirán estando presentes en el discurso escolar implementando la centralización estatal y la separación entre el Estado y la Iglesia. De este modo, se conforma el SIPCE (Sistema de instrucción pública centralizado estatal) que permitirá la incursión del Estado en la educación laica, que establecerá la obligatoriedad y concederá subsidios al ámbito privado desarrollando en profundidad el modelo oligárquico. De esta forma, quedaría instaurado el normalismo como lógica educativa de la dicotomía “civilización” y “barbarie”, mediante la planificación, orden y la higiene, como sinónimos de buena salud y conducta. Por medio de la Instrucción Cívica los alumnos conocerían sus derechos y obligaciones consagrados en la Constitución Nacional. Para combatir la ignorancia, los maestros impartirían un saber laico donde ya nadie estaba obligado a profesar la religión católica. A su vez, la obligatoriedad asumía un rol fundamental ya que ilustrar al pueblo combatiría la ignorancia. Se consolidaba así, de forma gradual e integrada, un sistema educativo al alcance de todos, que podría significar una masiva producción de recursos humanos capaces e integrados a un modelo económico liberal que se afianzaba.

En el nuevo modelo educativo que consagró la Ley 1420 la enseñanza debía ser gradual, es decir, se enseñaría a los educandos desde lo más simple a lo más complejo, basándose en las necesidades del país, donde la higiene constituía un baluarte fundamental. Además, a partir de la puesta en vigencia de la Ley, se comenzaría a tomar asistencia y se realizaría un censo de población anual que constaría de un libro en el Consejo Escolar, que contendría un registro con los datos del niño/alumno y de sus padres. Por otro lado, los padres deberían matricular a sus hijos anualmente y en el caso de que incumplieran esta disposición serían sancionados tal lo dictaba la Ley. Los maestros, por su parte, estaban autorizados a impartir castigos a los alumnos a modo de reprimenda, tal como lo estable el artículo 28° inciso 3 de la Ley. Esta disposición demuestra la continuidad política de las ideas de Sarmiento en la conformación de una escuela violenta.

La ley establecía que las escuelas normales dependerían del tesoro nacional y que sus planes seguirían siendo dirigidos por el Congreso y el Ministerio de Instrucción Pública pero que todo lo relacionado con el régimen, la asistencia, la higiene y demás cuestiones administrativas dependerían del Consejo.

En la nueva legislación se hizo hincapié en los festejos de los días patrios: 25 de mayo, 9 de julio, 1 de mayo, día del maestro, entre otros, como una forma de “conciencia colectiva”. “La patria regida por todos los habitantes del suelo argentino que hablen el idioma y trabajen por el ser nacional”.

Para lograr instaurar esta “conciencia” se dispuso la utilización de textos de algunos “emblemas” patrios como Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López. De esta forma estaba en marcha el proyecto para “favorecer y dirigir simultáneamente el desarrollo moral, intelectual y físico del niño”, mediante la asunción de una identidad homogeneizante resultado de la recuperación de la herencia del establismenth liberal y cosmopolita.

La selección de los contenidos que se abordarían en las aulas fue otro de los puntos polémicos de la Ley, a través de una visión eurocentrista, que mitigaba a los pueblos originarios y que reivindicaba a la conquista del desierto como defensa de la educación positivista. Aquellos pueblos originarios, que la historia oficial dejó de lado para imponer una educación civilizadora, genocida y excluyente como si se tratara del buen pastor que acarrea a su rebaño.

La escuela liberal

Los debates liberales por la creación de un sistema educativo permeable a las necesidades del gobierno de Roca socavaron la memoria colectiva. El crisol de razas venía para disminuir las diferencias y forjar una nación próspera donde el conocimiento sería la herramienta para llevarlo a cabo a pesar de acentuar cada vez más las diferencias. La necesidad de que los niños aprendieran a leer y a escribir, así como también ser fuertes, saludables y pulcros acompañaba el desenvolvimiento de la población en una escuela superadora y civilizadora.

Los paradigmas liberales educativos se escurrirían dando lugar a un juego por quién tenía el poder. En este marco, el trabajo era esencial para seguir marcando el rumbo y era un deber y obligación moral del ciudadano, ayudándolo en el camino hacia la felicidad. El Estado era “permeable” e “inclusivo” para garantizar el cuidado del bien común, es decir, el bienestar general para que la escuela se convirtiera en el hogar, ya no desde la concepción cristiana sino liberal. La escuela como generadora de recursos humanos necesarios para explotar e insertar en el mercado agroexportador.

A pesar de las diversas posturas de los diputados en el Congreso Pedagógico de 1882 en torno a la importancia de la enseñanza católica, cuya iglesia renovaba año a año la cantidad de fieles deseosos de estar al servicio de Dios, como buenos hombres morales, la Ley 1420 promulgó la enseñanza laica, gratuita y obligatoria. De esta forma, la laicidad venía a estorbar los planes de una fuerza política que no relegaría tan fácilmente el lugar que ocupaba. Por ello, la iniciativa de Leguizamón –La Ley de Educación 1420– se encuadraba en un modelo agroexportador que necesitaba seguir generando capital y para acrecentarlo era necesario contar con la fuerza de producción que permitiera reengendrarlo. Fuerza no sólo nativa sino de inmigrantes que había que incorporar para evitar futuros enfrentamientos ya que sus hijos nacerían en suelo argentino.

El discurso por la creación de una nueva conciencia nacional fue uno de los principales ejes del gobierno de Roca durante el cual el proceso migratorio comienza a tomar impulso y paralelamente la corriente positivista surgida en Europa durante el Siglo XVII, que se expandió hacia América con las ideas de independencia.

La construcción del Estado se dirigiría más tarde hacia un nuevo “progreso” y “orden”; la civilización en oposición a la barbarie. Sin embargo, esta dicotomía marcaba un legado español que acompañaba las revoluciones europeas. El bárbaro, el extranjero que había que exterminar, ahora era parte de la misma sociedad.

Las ideas expresadas por Sarmiento en su libro Facundo o Civilización y Barbarie, que planteaba como en la conformación del Estado argentino la figura del indio y el gaucho, que vivían en el desierto tenían que ser exterminadas para tomar ese “espacio vacío” e imponer su ley, volvían a tener vigencia. Para la Generación del 80 se trataba de que Argentina se insertara en el mercado mundial y poblara como sucedió en “La Campaña al desierto”. Instalar, en alguna medida, una “Guerra social” que la Generación del 80` llevó adelante a través de sectores políticos, intelectuales, empresarios que llevaron a la Argentina a ser un país poseedor de recursos que podían garantizar un crecimiento sostenido en lo económico, pero que carecía de mano de obra y de capitales necesarios. El debate de la Ley, por lo cual había que ponerle fin de la educación cristiana, cobraba poder bajo la herencia de la Generación del 37`. Así, el proceso inmigratorio que se inicia a partir de la segunda mitad del Siglo XIX, promovió el desarrollo del país basándose en tres fundamentos: inmigración masiva, aquella que derivó de la guerra, la educación universal y obligatoria, y la importación de capitales que sustentó el proceso de modernización.

La conformación del Estado-Nación hacia 1880 fue el resultado de un proceso de contradicciones, rupturas y cambios desde los inicios de la Revolución de Mayo que derivó en un modelo de país cuyos lineamientos seguían siendo los de Sarmiento, que en Facundo, una de sus obras más emblemáticas, articuló a la sociedad argentina con el eje de civilización (liberales ilustrados) y la barbarie (gauchos). La civilización, que se vio acompañada del progreso, con el fin de reestructurar la sociedad, se apoyó en el mito de los héroes que vencieron a la barbarie para reivindicar el pasado estableciendo una unión con la política hispánica. Este proceso significó, además, la búsqueda de la identidad nacional sin incluir la figura del caudillo y revalorizando a los grandes revolucionarios criollos que participaron de la conformación de un Estado-Nación que buscó a través de los años la soberanía nacional de su pueblo.

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