La cuestión Capital en la Argentina

Por: Dr. Alberto Lettieri
26 de Febrero de 2015

“Nada se ha hecho, mientras queda todo por hacer, y todo queda por hacer mientras no se haya resuelto la cuestión de la Capital permanente de la Republica.” (Manuel D. Pizarro, Senador Nacional, 1880)

La Revolución de Mayo puso fin a un régimen político colonial que se había consolidado durante los dos siglos previos en el Río de la Plata. La crisis de legitimidad que supuso la caída del orden español exigió no sólo construir un nuevo régimen político, sino también definir los límites territoriales de su autoridad y la construcción de una legitimidad suficiente para garantizar su estabilidad y reproducción pacífica. Sin embargo, esto no resultó una tarea sencilla, ya que las pretensiones de grupos y actores regionales a lo largo del continente americano, sumados a la injerencia que pretendieron ejercer los imperios coloniales europeos, complejizó sustancialmente el juego a lo largo de todo el continente americano.

En el Río de la Plata, el medio siglo posterior a la creación del gobierno propio fue el escenario de profundas disputas entre elites locales y regionales, que pretendieron imponer nuevas construcciones hegemónicas a partir de criterios y alianzas diversas. De este modo, en el marco de un proceso de agresiva expansión colonial de los imperios inglés y francés, la relación con las potencias de turno significó un componente esencial de los proyectos y políticas implementadas a lo largo de nuestra Patria Grande. Así, los grupos de comerciantes del Litoral rioplatense, más proclives a establecer una vinculación clientelista y dependiente con los imperios de turno, siguieron la pauta que les había permitido prosperar en los tramos finales de la Colonia, se articularon en torno al Partido Unitario primero, y luego al Partido de la Libertad, impulsando una estrategia de centralización política y dependencia económica que permitiera su enriquecimiento a través del dominio excluyente de las instituciones políticas y de las instancias de intermediación en una economía agroexportadora. Sus adversarios, nucleados en torno al Partido Federal, revalorizaron las autonomías provinciales y privilegiaron su control sobre la gran propiedad, que a la vez que les proveía de excedentes significativos les permitía contar con una fuerza de trabajo –el gaucho– que podía convertirse en fuerza de choque –la montonera– al momento de disputar el predominio político.

En este contexto, el Partido Federal logró un amplio respaldo popular, a partir del liderazgo carismático de sus jefes, sus conductas paternalistas y la reivindicación de valores y costumbres tradicionales, caras a sectores populares reacios al cambio. Los unitarios confiaron en la construcción de un aparato estatal centralizado y excluyente, y un modelo de concentración de la riqueza de matriz predominantemente financiera, que al tiempo que los convertía en deudores y aliados subordinados a los dictados del capital externo y de la diplomacia británica, les habilitaba para alcanzar el control de las instituciones políticas.

De este modo, en tanto el Partido Federal confiaba en la organización de un orden confederal, basado en acuerdos puntuales entre caudillos y la reproducción de prácticas de sociabilidad consuetudinarias, los unitarios intentaron transformar drásticamente las reglas de juego, imponiendo las normas fijadas por sus patrones externos y fortaleciendo un tramado institucional que les permitiera reemplazar con normas su endeble arraigo en la sociedad rioplatense. Así, constituciones y códigos inspirados en modelos foráneos, sobre todo en clave del liberalismo conservador de Constant o Tocqueville, resultaron el emergente y el pretendido fundamento de un predominio que encontraba grandes dificultades para mantenerse en el tiempo, a consecuencia de la capacidad de veto y el predominio armado que detentaban los líderes federales. En 1819 y 1826, dos constituciones, en clave conservadora y centralizadora, pretendieron establecer las pautas del ordenamiento sociopolítico imaginado por la conducción unitaria, sin conseguir mantenerse en el tiempo. Por el contrario, la experiencia del Partido Federal en el gobierno, en el marco de la Confederación Argentina, liderada por Juan Manuel de Rosas, consiguió sostenerse por un lapso más amplio (1835-1852), resistiendo exitosamente los bloqueos y los intentos de invasión llevados a cabo por Francia e Inglaterra, a solicitud de sus socios unitarios. La caída de Rosas, producto tanto de la defección de Urquiza como de las pretensiones de los estancieros del Litoral, quienes, luego de haber conseguido convertirse en clase dominante durante la gestión del gobernador porteño, aspiraban ahora a multiplicar sus beneficios a costa de resignar la soberanía nacional, que había sido una de las principales banderas del Restaurador de las Leyes. Por supuesto, Urquiza, los estancieros, los unitarios y los liberales exiliados no estaban solos en su empresa ya que contaron con el respaldo activo y el financiamiento del Imperio del Brasil y de la corona británica.

 El nuevo escenario desplegado a partir de 1852, bajo la conducción formal de un caudillo federal y estanciero como Urquiza, se evidenció, en la práctica, las marcas de la estrategia unitaria, no sólo en lo referido a su pretensión constitucionalista y su vocación colonial,  patentizada desde un primer momento con la sanción de la libre navegación de los ríos interiores para los barcos de bandera internacional, echando por tierra la consecuente defensa de la soberanía nacional impulsada por Rosas. Dentro de este mismo contexto, los asesores de Urquiza –Alberdi, Vicente Fidel López, José María Gutiérrez, entre otros– eran algunos de los referentes más notables de la denominada Generación del 37, cuya consideración sobre los méritos del Partido Federal no iba a menudo más allá del desprecio.

La Cuestión Capital

La caída de Rosas abrió paso, de este modo, a una nueva etapa donde lenta pero inexorablemente el liberalismo oligárquico y la dependencia británica ganaban terreno en el Río de la Plata hasta llegar a su consagración con la llegada de Bartolomé Mitre al Ejecutivo Nacional en 1861. La construcción de un Estado Nacional burocratizado, montado sobre una matriz constitucional que propició la inmigración, la concentración de la riqueza, la enajenación de las riquezas nacionales, y la exclusión social, que caracterizó al período 1852-1880, denominada por la historia oficial como “Proceso de Organización Nacional”, reconoció como piedra de toque para la definición de equilibrios y liderazgos políticos una cuestión que ya había adquirido centralidad durante los breves trayectos de predominio unitario: la definición de una capital para el Estado Nacional. Esta cuestión no resultaba en absoluto aleatoria, sobre todo en el marco de un proyecto centralizador, que consideraba que la ubicación de la capital constituía el termómetro que permitía  medir la consolidación del poder hegemónico del Estado Nacional. Desde esta perspectiva, cuál fuese la ubicación de la capital o el grado de autoridad que fuese capaz de ejercer sobre ella el Estado Nacional  reflejaba el nivel de cristalización de un nuevo orden. A diferencia de la concepción de poder que había evidenciado el Partido Federal, para el cual las autonomías provinciales constituían una de las variables a tener en cuenta en el proceso de construcción política; unitarios y liberales, voceros e instrumentos de la alianza colonial que tenían su sede en el puerto de Buenos Aires, sólo podrían aceptar una definición en la cual la federalización porteña fuese el resultado emergente.

La razón era sencilla: como bien ha observado Juan José Hernández Arregui, sólo las colonias tienen su capital en los puertos. Por ello las discusiones en torno a la definición de la Capital Nacional y su resolución definitiva están profundamente vinculadas con diversos modelos económicos, sociales, políticos y culturales en pugna. La dirigencia liberal unitaria, un tanto por vocación colonial y otro tanto por presión de los capitales externos y de las potencias internacionales no estaba dispuesta a admitir otra solución, ya que era la única aceptable para la definición de una economía atlántica, agroexportadora y dependiente, articulada en torno a un puerto y una aduana únicos desde donde el poder económico pudiera ejercer sin complicaciones su influencia sobre las instituciones políticas.

A partir de 1826, unitarios y liberales conservadores intentaron imponer ese modelo, que consiguió consolidarse finalmente con la federalización de la Ciudad de Buenos Aires en 1880. En este artículo se analizarán las diversas iniciativas impulsadas durante ese período en pos de la definición de la capital del país, los argumentos que las sostuvieron y la suerte que corrieron en cada caso.

La Federalización de 1826

El 2 de febrero de 1825 el cónsul inglés, Woodbine Parish, selló un acuerdo con las autoridades del Congreso Nacional, que por entonces sesionaba en Buenos Aires. Ese acuerdo fue propiciado por el Tratado del Cuadrilátero de 1824 que significó la inclusión de la Argentina como economía dependiente dentro del llamado sistema de División Internacional del Trabajo articulado por Gran Bretaña, a cambio del reconocimiento de nuestra independencia. Algunos meses después, la expedición de los 33 Orientales, organizada en territorio argentino, para liberar a la Banda Oriental del dominio brasileño y reincorporarla a las Provincias Unidas, motivó la declaración de la guerra por parte del Emperador del Brasil. (Lettieri, 2013).

La necesidad de contar con un gobierno nacional, que se hiciera cargo de articular el conflicto bélico, fue la excusa utilizada por los unitarios para designar a Rivadavia como presidente, aun cuando no existiera una norma constitucional que dispusiera la creación de dicho cargo. Sin embargo, su tarea no se limitó a esto. El nuevo presidente inició una agresiva política militar para tratar de conseguir la sumisión de las provincias controladas por el Partido Federal, y trató de forzar la centralización política y administrativa, por medio de la sanción de una Ley de Federalización de la Ciudad de Buenos Aires. El texto de la ley era el siguiente:

El Congreso General Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata ha acordado y decreta la siguiente ley:

Artículo 1°
La ciudad de Buenos Aires es la capital del Estado.

Artículo 2°
La capital, con el territorio que abajo se señalará, queda bajo la inmediata y exclusiva dirección de la Legislatura Nacional y del Presidente de la República.

Artículo 3°
Todos los establecimientos de la capital son nacionales.

Artículo 4°
Lo son igualmente todas las acciones, no menos que todos los deberes y empeños contraídos por la Provincia de Buenos Aires.

Artículo 5°
Queda solemnemente garantido el cumplimiento de las leyes dadas por la misma Provincia, tanto las que consagran los primeros derechos del hombre en sociedad, como las que acuerdan derechos especiales en toda la extensión de su territorio.

Artículo 6°
Corresponde a la capital del Estado todo el territorio que se comprende entre el puerto de las Conchas y el de la Ensenada; y entre el Río de la Plata y el de las Conchas, hasta el puente llamado de Márquez, y desde éste, tirando una línea paralela al Río de la Plata, hasta dar con el de Santiago.

Artículo 7°
En el resto del territorio perteneciente a la Provincia de Buenos Aires se organizará por ley especial una Provincia.

Artículo 8°
Entretanto dicho territorio queda también bajo la dirección de las autoridades nacionales.

Sala del Congreso, en Buenos Aires, a 4 de marzo de 1826.

El Poder Ejecutivo promulgó esta Ley el día 6 de marzo, y el 7 comunicó la decisión al Gobernador de Buenos Aires, quien de inmediato elevó los antecedentes a la Junta de Representantes. Sin embargo, el mismo 7 de marzo, Rivadavia decidió redoblar la apuesta, sancionando un nuevo decreto que anulaba a la Provincia de Buenos Aires como entidad política y la ponía bajo jurisdicción de las autoridades nacionales:

Buenos Aires, marzo 7 de 1826.

En consecuencia de la ley sancionada por el Congreso General Constituyente en 4 del presente mes de marzo, el Presidente de la República,

DECLARA:

Artículo 1º - Que el gobierno de la Provincia de Buenos Aires ha cesado en el ejercicio de sus funciones.

Artículo 2° - Que dicha ley y esta resolución se circulen a todas las corporaciones, tribunales y jefes de las oficinas de dicha Provincia, para que, dando a una y otra el más pronto cumplimiento, se pongan a disposición del ministerio a que correspondan.

Artículo 3° - Que los ministros por los departamentos respectivos, impartan desde luego a dichas corporaciones, tribunales y oficinas las órdenes que demande el servicio público.

Artículo 4° - Que el ministro de Gobierno queda especialmente encargado de la ejecución de la presente, que se publicará en el Registro Nacional.

Bernardino Rivadavia

Julián S. de Agüero”

La decisión de Rivadavia expresaba el proyecto unitario de convertir a la Provincia de Buenos Aires en metrópoli de las provincias argentinas sometidas a su autoridad, con el propósito de garantizar la centralización política y administrativa y así satisfacer los requisitos de incorporación al sistema de División Internacional del Trabajo sellados un año antes con el gobierno inglés. Su correlato fue la Constitución sancionada el 24 de diciembre de 1826 que proclamó la creación de un sistema de gobierno representativo, republicano y unitario, por el cual los gobernadores eran designados por el Presidente con acuerdo del Senado, a propuesta de los denominados Consejos de Administración provinciales. Sin embargo, la audaz iniciativa no consiguió sostenerse en el tiempo, ya que provocó la inmediata reacción de las provincias que colocaron al gobierno nacional entre dos fuegos. Incapaz de sostener el frente interno y la guerra con el Brasil, Rivadavia encomendó establecer negociaciones de paz a su ministro Manuel García, para finalmente renunciar el 27 de junio de 1827, sin que la Constitución, ni la federalización dispuesta el año anterior, pudieran sobrevivirlo.

La Constitución de 1853 y la cuestión Capital

Durante la vigencia de la Confederación Argentina (1835-1852), liderada por Juan Manuel de Rosas, el debate sobre la cuestión capital fue archivado, habida cuenta de que el gobernador porteño sostenía la tesis de que aún no estaban dadas las condiciones para avanzar en el proceso de institucionalización política a nivel nacional. Esta situación cambió drásticamente a partir del 3 de febrero de 1852, cuando el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, financiado por los imperios británico y brasileño –el que, además, contribuyó con un fabuloso ejército que se sumó a las tropas entrerrianas y correntinas y a los exiliados que participaron de la expedición–, provocó la caída de Rosas y el fin de una época en la historia nacional y americana. [1]

En un primer momento, el liderazgo de Urquiza pareció consolidarse. Sin embargo, no tardaron en aparecer las primeras oposiciones en Buenos Aires. Los liberales retornados tras el exilio decidido durante el período rosista cuestionaron el estilo autoritario de Urquiza y organizaron una campaña de denuncias a través de la prensa, siguiendo los consejos a favor de una inmediata institucionalización política expresada por Juan Bautista Alberdi en Las Bases (Alberdi, 1852). Urquiza convocó a una reunión de gobernadores en la localidad de San Nicolás de los Arroyos con el objetivo de establecer las bases para la convocatoria a un Congreso Constituyente. El encuentro concluyó con la redacción de un documento que equiparaba la participación de Buenos Aires con la del resto de las provincias en el próximo Congreso y que promovía la federalización de la ciudad de Buenos Aires y la nacionalización de la Aduana.

Las decisiones de San Nicolás tensaron la relación entre Urquiza y la dirigencia porteña que aprovechó el viaje del entrerriano a Santa Fe para inaugurar las sesiones del Congreso Constituyente, y de este modo dar un golpe de mano y recuperar el control de la provincia, el 11 de septiembre de 1852. Por más que Urquiza pretendió recuperar el control sobre la provincia, la dirigencia porteña compensó la inferioridad militar con su capacidad económica, sobornando a los oficiales del Ejército y de la escuadra enviados por el caudillo de Paraná.

Pese a la escisión porteña, la Constitución Nacional sancionada en Santa Fe de la Vera Cruz, el 1 de mayo de 1853, designó como Capital de la Nación a la ciudad de Buenos Aires:

Artículo 3: Las Autoridades que ejercen el Gobierno federal residen en la Ciudad de Buenos Aires, que se declara capital de la Confederación por una ley especial.

La federalización de Buenos Aires fue dispuesta por el Congreso algunos días después, el 6 de mayo de 1853. Esta decisión fue desconocida por las autoridades porteñas, que propiciaron la sanción de Constitución Provincial que disponía la reasunción de su soberanía por parte del Estado porteño.

La escisión de Buenos Aires motivó que el gobierno de la Confederación Argentina se instalase en la ciudad de Paraná, capital de la Provincia de Entre Ríos, que fue federalizada en su totalidad para así permanecer bajo la autoridad del Presidente Urquiza. A la finalización de su mandato, en el año 1860, la provincia de Entre Ríos fue des-federalizada, Urquiza reasumió la gobernación y la ciudad de Paraná ofició como residencia de las autoridades nacionales durante la breve presidencia de Santiago Derqui. (Petrocelli, 1972).

 

El mitrismo y una nueva iniciativa de federalización de Buenos Aires

Hacia fines de su mandato presidencial, Urquiza pretendió forzar la reincorporación de Buenos Aires al orden nacional. Su victoria sobre las tropas porteñas en la batalla de Cepeda facilitó ese objetivo, aun cuando se permitió que la provincia díscola propusiera algunas modificaciones al texto constitucional de 1853. La Reforma de 1860 incluyo, entre otras, un cambio en la redacción del artículo 3°, que devolvió a Buenos Aires su capital, al disponer que: "las autoridades que ejercen el Gobierno Federal residen en la ciudad que se declare Capital de la República por una ley especial del Congreso, previa cesión hecha por una o más legislatura provinciales, del territorio que haya de federalizarse".

Un año después, la victoria de las fuerzas porteñas en la batalla de Pavón, alcanzada luego de complejas negociaciones, permitió, además, que su gobernador, Bartolomé Mitre, fuera designado encargado del Poder Ejecutivo Nacional. A partir de su designación, Mitre tuvo manos libres para someter al territorio nacional a un baño de sangre, con la simple excepción de la Provincia de Entre Ríos, a la que se garantizó total inmunidad.

Una vez a cargo del Ejecutivo Nacional, Mitre decidió resolver el tema de la  designación de la capital del país. Esto debido a que no estaba dispuesto a ejercer sus funciones desde Paraná, como huésped de Urquiza, y que no le resultaban atractivas las propuestas de la Legislatura de Santa Fe, que ofreció su ciudad como capital de la Nación, ni las iniciativas que propiciaron la federalización de las localidades de San Nicolás y de San Fernando. Un ministro provincial de Mitre, Eduardo Costa, exponía por entonces, con claridad prístina, el pensamiento de su líder: tal como lo había imaginado Rivadavia, Buenos Aires debía ser la capital, para poder así asegurar el “proselitismo” de las ideas y del programa liberal en todo el territorio nacional.

Obrando en consecuencia, el Congreso de la Nación, reunido desde el mes de mayo de 1862 en Buenos Aires, dispuso la federalización de la totalidad de la Provincia de Buenos Aires en una de las primeras leyes que sancionó, el 20 de agosto de 1862. El diputado nacional Zavaleta fue uno de los principales gestores de la propuesta, fundamentándola sobre la necesidad de “extinguir radicalmente el caudillaje”.

El texto votado era el siguiente:

20 de Agosto de 1862

Art. 1 En el próximo período legislativo de 1863, el Congreso Nacional determinará el punto que haya de ser capital permanente de la República.

Art. 2 Durante el término de tres años, contados desde la aplicación de esta Ley, las autoridades nacionales continuarán residiendo en la ciudad de Buenos Aires, la cual como la provincia de Buenos Aires, queda federalizada en toda la extensión de su territorio.

Art. 3 La provincia de Buenos Aires, durante el mismo término, queda bajo la inmediata y exclusiva dirección de las autoridades nacionales, con las reservas y garantías expresadas en el proyecto de ley.

Art. 4 Los derechos adquiridos por los habitantes de la provincia de Buenos Aires, por sus leyes vigentes, relativas a grados militares, pensiones, jubilaciones, retiros, y privilegios industriales quedan garantidos hasta que el Congreso sancione las leyes que regirán a la República sobre esas materias.

Sin embargo, y según lo había dispuesto el artículo 3 de la Constitución reformada en 1860, hacía falta el consentimiento de la Legislatura provincial para legalizar la decisión. Frente al tema de la designación de la  capital del país, el Partido de la Libertad se fracturó, y Adolfo Alsina, hijo del histórico dirigente unitario Valentín Alsina, articuló en torno suyo a los opositores a esa iniciativa, que eran mayoría dentro de la dirigencia liberal. El nuevo nucleamiento fue denominado inmediatamente “Autonomismo”, y tomó a su cargo la iniciativa de impedir que el proyecto de federalización de Buenos Aires prosperase. Quienes secundaron el proyecto de Mitre, por oposición, fueron denominados “Nacionalistas”. Lejos de resultar un quiebre circunstancial, Autonomistas y Nacionalistas se disputarían el control de la provincia y de su proyección a nivel nacional durante las siguientes dos décadas.

Según se ha señalado, el Club Libertad, liderado por Adolfo Alsina, se opuso a rajatablas en la Legislatura a la iniciativa de federalización mitrista, sobre todo en la Cámara de Diputados provincial, y consiguió su rechazo. Una de los objetores a la iniciativa mitrista fue el diputado autonomista Montes de Oca, quien en la sesión del 4 de Agosto de 1862 instó a que:

“[…] desechemos y abandonen sus propios autores el proyecto tan peligroso cuan innecesario de federalización de una Provincia que solo anhela tener tantos derechos y garantías como las unas pobres y desiertas provincias que constituyen la unión […] Nos oponemos a una Ley innecesaria, inconveniente, injusta con la cual brotarán trastornos por todas partes y sin la cual es posible y fácil la unión fraternal, sin perjuicio de una provincia a la que se pretende arrancar después de haber dado cuanto podía dar, derechos y garantías, sin perjuicio de la Nación, la que por el contrario necesita tener siempre en Buenos Aires el brazo fuerte para dominar a los caudillos cuando y donde quiera que se levanten. Y no comprendo que bienes y honores redundan para Buenos Aires con su federalización”.[2]

El diputado mitrista Cabral argumentaba en sentido inverso, advirtiendo sobre la necesidad de que la capital no saliese de los límites de Buenos Aires:

“Si Buenos Aires librada a todas sus fuerzas ha sido la única provincia capaz de salvar nuestras libertades si ha sido el áncora de salvación para las provincias, si ha sido, en fin, el todo para nosotros, y el origen de la venturosa situación en que nos hallamos. ¿Cómo pretender que no sea hoy el centro de acción del gobierno general? Sería una insensatez sacar fuera de esta provincia la Capital”.[3]

En esta misma línea se pronunciaba el diputado mitrista Torrent, quien reafirmaba la necesidad de que Buenos Aires se transformara en Capital Nacional:

Yo creo que designar capital de la República a Buenos Aires no es inferirle un daño, no es matar a la soberanía. Yo pienso señor que es designarle un gran bien. Las instituciones que regirán todo el territorio, por todo el territorio federalizado, son tan liberales como las que puede tener Buenos Aires y los que influirán en sus destinos son sus propios hijos, son sus hermanos, son argentinos”.[4]

El diputado mitrista Elizalde argumentaba de modo similar:

Siguiendo las tradiciones de nuestros padres, siguiendo las tradiciones de todos los Congresos Nacionales que se han reunido, venimos a sostener lo mismo: que conviene la residencia en Buenos Aires de todos los poderes de la Nación […] no se puede decir que sea hoy una provincia a la que deba aplicársele una jurisprudencia distinta a la de las demás provincias.[5]

Los argumentos de la oposición giraban en torno a las dudosas atribuciones del Congreso Nacional para presionar a una provincia a despojarse de su territorio, y, más aún, a resignar su propia entidad provincial. El diputado Adolfo Alsina lo manifestaba en estos términos:

“Es así señor, que en la Constitución no se encuentra, no se me citará ni un artículo en virtud del cual un estado esté obligado a hacer renuncia y entrega de su soberanía para dársela a las autoridades nacionales […] la federalización todo le quita, todo le arrebata […] que desencanto para los que queremos que de buena fe haya Nación Argentina, tener que convencernos de que la nacionalidad es un monstruo que para empezar a vivir necesita que le sacrifiquen la vida a Buenos Aires, no sólo para que le sirva de alimento, porque eso nada sería, sino lo que es más amargo, para quitar del camino de la nacionalidad un estorbo porque según algunos Buenos Aires incomoda a la Nación luego de haberla salvado”.[6]

A su turno el Ministro de Gobierno porteño, Eduardo Costa, le respondía a Alsina en los siguientes términos, que traslucen su escasa simpatía por la matriz federal del gobierno:

“Artigas, López, Ramírez, Rosas, Quiroga, simbolizando épocas igualmente desastrosas, no son otra cosa que la encarnación de ese sentimiento de localismo que es la carcoma del sistema federal, de que se decían ellos defensores. Cincuenta años de práctica de esta doctrina, cincuenta años de lucha, cincuenta años de desconocimiento de los principios más básicos del sistema federal han llegado a pervertir las ideas, y doloso es decirlo, el poder general ha sido vencido. Buenos Aires no quiere ser capital de la República, ni aún la ciudad misma, porque la provincia no quiere desprenderse de su capital, que es la mitad de su fuerza que quiere conservar para garantizarse contra ese temido poder nacional […] este poder nacional despreciado por todo, que nadie quiere, que no tiene poder para hacerse obedecer, no puede llevar a cabo la unión si no se robustece y se prestigia […] la provincia de Buenos Aires federalizada va a conservar todas sus instituciones, todas las leyes que se han dado, todas sus garantías. Está en la conciencia de todos que federalizada Buenos Aires será tan libre y tan independiente como lo es hoy […] nosotros creemos que el proyecto no ataca en ningún momento la Constitución. No hablen, pues los señores diputados de la Constitución, busquen otros argumentos, que los que ya usan están gastados, pues, sea o no sea constitucional, el proyecto, si no hay otro camino para la unión de la República, ese proyecto debe aceptarse, convocándose a la vez a una convención que borrará de la Constitución esos supuestos artículos que no pueden ser una traba para la felicidad de la República”.[7]

Finalmente, los diputados autonomistas consiguieron la victoria en la votación, El presidente Mitre, viendo que el proyecto sobre el que había centrado sus expectativas de proyección nacional recibía un impacto significativo, amenazó con renunciar, para finalmente conseguir la aprobación de la denominada “Ley de Compromiso”, que fue aprobada por el Senado de la Provincia de Buenos Aires el 25 de septiembre de 1862, y por la Cámara de Diputados provincial el 3 de octubre siguiente. En ella se disponía que la ciudad de Buenos Aires fuera la residencia de las autoridades nacionales durante cinco años, sin que dejara de ser la capital provincial ni que la provincia viese resentida su soberanía territorial. La Legislatura seguiría funcionando normalmente, y Buenos Aires retendría, asimismo, la administración de la justicia, el Banco de la Provincia y sus edificios y dependencias públicos.

Este proyecto fue aprobado por el Senado de la Provincia de Buenos Aires en la sesión del 25 de septiembre de 1862, y por la Cámara de Diputados, en la sesión del 3 de octubre de 1862. A continuación, se extracta un fragmento de esta ley.

Ley de Compromiso

1 Declárase la ciudad de Buenos Aires residencia de las autoridades nacionales, con jurisdicción de todo su municipio, hasta tanto que el Congreso dicte la ley de capital permanente.

2. Las autoridades provinciales continuarán igualmente residiendo en la capital, si ellas mismas no creyesen conveniente trasladarse a otro punto.

3. La ciudad de Buenos Aires tendrá su representación en la legislatura de la provincia, en la misma proporción que hoy la tiene respecto de la campaña.

4. El Banco y demás establecimientos públicos, radicados en el municipio de la ciudad, y que por su naturaleza pertenecen a la provincia, continuarán siendo regidos y legislados, por las autoridades de ésta.

5. Los juzgados y tribunales de justicia de la provincia, continuarán ejerciendo como hasta aquí su jurisdicción en el municipio de la ciudad.

6. Queda garantido el régimen municipal de la ciudad sobre la base de su actual organización.

7. Sin perjuicio de la aprobación inmediata de la legislatura de Buenos Aires a la ley que se dicte, con arreglo a estas bases, la misma ley será revisada a los cinco años por el Congreso de la Nación y la legislatura provincial.[8]

 

La Ley de Compromiso apenas permitió garantizar mínimamente la convivencia entre las fuerzas políticas porteñas, ya que en la práctica la cuestión de fondo se mantenía en estado latente. Quedaba en claro para todos que, en la medida en que el plazo dispuesto para retomar el tratamiento de la cuestión capital se fuera agotando, las tensiones entre autonomistas y nacionalistas se incrementarían, augurando un horizonte plagado de oscuros nubarrones y de consecuencias imprevisibles. Se trataba, en la práctica, de una fórmula política escasamente consistente, pero la única que había conseguido evitar, momentáneamente, la alternativa de un nuevo conflicto armado amenazaba con desgarrar a la Provincia de Buenos Aires.

Nuevas iniciativas y vetos presidenciales

Al aproximarse el vencimiento del plazo de vigencia de la Ley de Compromiso, la cuestión capital cobró nueva actualidad, en un ambiente tensionado por la participación argentina en la Guerra de la Triple Alianza. El Senador Nacional Martin Piñero presentó en 1866 un proyecto de ley, declarando a la localidad de Fraile Muerto –actualmente Bell Ville– como capital de la República, argumentando su centralidad geográfica dentro del territorio nacional. El proyecto fue desechado por sus colegas, con el argumento de que la guerra en curso no ofrecía un momento apropiado para un debate que habría de generar mayores tiranteces. Mientras tanto, las tensiones entre el Gobierno Nacional, liderado por el mitrismo, y el provincial, en manos ahora del alsinismo, se incrementaban a tal punto, que en el mes de septiembre el Gobierno Nacional optó por devolver las competencias conferidas por la Ley de Compromiso, convirtiéndose en simple “huésped” porteño.

Rosario, 1867

En julio de 1867, el diputado nacional Manuel Quintana propuso la proclamación de la ciudad de Rosario como nueva capital nacional. La propuesta de Quintana se fundaba en la escasa significación política que detentaba por entonces Rosario, la importancia de su comercio, su relativa autonomía respecto de la provincia de Santa Fe, su población industriosa e inmigrante, y su creciente papel en el tránsito comercial dentro del territorio nacional. La federalización de Rosario fue sostenida, en la prensa, por el periódico La Capital, que comenzó a publicarse a tal efecto en esa ciudad el 15 de noviembre de 1867, dirigido por Ovidio Lagos y financiado principalmente por Urquiza. La propuesta de Quintana fue aprobada por Diputados, pero no consiguió pasar la prueba en Senadores, siendo rechazada por un solo voto. Casi simultáneamente la Legislatura de Santa Fe hizo una propuesta similar, y la Legislatura de Córdoba ofreció su propia capital para tal fin. En el mes de octubre de 1867, una vez expirado el plazo dispuesto por la Ley de Compromiso, el Gobierno Nacional fijó por decreto su residencia en la Ciudad de Buenos Aires amparándose en su derecho de fijar su residencia en cualquier punto del territorio nacional, hasta que el Congreso de la Nación tomase una decisión definitiva. En consecuencia, en mayo de 1868, el senador nacional Joaquín Granel reinstaló la propuesta de proclamar a Rosario capital de la Republica, proyecto que fue aprobado por ambas Cámaras, en el marco de un debate en el que también se propusieron como alternativas las localidades de Las Piedras (Villa Constitución), Villa Nueva (frente a la actual Villa María, Córdoba), Buenos Aires y Córdoba. 

En la Sesión de la Cámara de Diputados, del 2 de Agosto de 1867, las posiciones contrapuestas dieron lugar a un acalorado debate durante el cual se produjeron las siguientes intervenciones:

Diputado Ugarte:

“[…] es inútil que discutamos las ventajas o inconvenientes de la capital en Buenos Aires. Apartada esta ciudad queda Córdoba, el Rosario y Santa Fe. En Córdoba, la capitalización produciría una verdadera dislocación en la provincia que no tiene por otra parte un centro de población ni lugar adecuado para trasladar su capital provincial. Entre Santa Fe y Rosario no es posible vacilar. Mi ilustrado amigo, el Dr. Quintana, mostrando al mismo tiempo el talento práctico y serio de los hombres de estado demostró que el espíritu no podía dejar de inclinarse a favor del Rosario. El Sr. diputado que tan valerosamente impugna el proyecto de la comisión, entre otras cosas, dijo que él no quería la capital en el Rosario, porque no quería ponerla al alcance del más grande de los caudillos. Poco lógico se mostraba el señor diputado que nos decía al mismo tiempo que en Santiago del Estero y en Tucumán se levantan también los caudillos. La capital en Santa Fe, en Fraile Muerto, se acercará a esos caudillos y por evitar el peligro de uno se caería en el peligro de los dos. La capital en el Rosario estaría por otra parte, al alcance de todos los elementos conservadores que tiene la provincia de Buenos Aires e importa que no se olvide esto a menos que se crea que las autoridades de Buenos Aires son también un peligro para el gobierno nacional y no una seguridad”.[9]

El Ministro de Relaciones Exteriores y Culto, Rufino de Elizalde, fijaba su posición en los siguientes términos:

“[…] la ciudad del Rosario, por su posición topográfica, por las condiciones de progreso que posee, puede ser muy bien la capital de la República. Desde luego, Sr. Presidente, he rechazado la idea de algunos diputados de establecer la capital en el desierto.”[10]

El diputado alsinista Mariano Acosta se oponía a la federalización de Rosario con estos argumentos:

“[…] el sistema federal que nos rige puede ser muy buen sistema de gobierno cuando está compuesto por estados que están preparados para esa vida federal. Cuando tienen dentro de sí mismos los elementos necesarios para hacer efectivas las prácticas locales. Para que una máquina funcione bien, es necesario que todas las piezas de que se componen, hagan bien su oficio. Y bien, señor, no voy a decir ninguna novedad: en nuestro país más que en otro alguno faltan estos elementos, faltan esos centros de población, de manera que los caudillos, que de tantos medios disponen se enseñoreen del poder y el orden constitucional es pisoteado. De aquí provienen todos nuestros males y de aquí también todas nuestras guerras que nos dividen permanentemente. Tenemos 14 estados federales que componen esta confederación y de estos 14 estados, por más doloroso que sea decirlo, apenas hay algunos que tienen elementos de vida propia […] la capital en el Rosario no solo va a aumentar las causas de nuestra mala organización sino a traer todos males que se han querido evitar, sacándola de Buenos Aires”.[11]

Si bien la Ley de Federalización de Rosario fue aprobada por las Cámaras, el Presidente Mitre decidió vetarla, ya que se oponía de raíz a su proyecto de convertir a Buenos Aires en metrópoli nacional, desde donde irradiar el ideario y los intereses del liberalismo colonial-oligárquico. Mitre esgrimió el endeble argumento de que debía ser consultado su sucesor, Domingo F. Sarmiento. Eduardo Costa, su ministro y vocero privilegiado, explicitaría las razones de su decisión del fundador de La Nación Argentina en el debate en Diputados, afirmando que la negativa se debía a que: “se han arraigado aquí grandes intereses que han de sentirse heridos si estas autoridades salieran del recinto de la Ciudad de Buenos Aires.” Con honestidad brutal, Costa admitía que el poder económico había torcido el brazo del Presidente Mitre al momento de ejercer su derecho a veto.

Rosario, 1869

La imposibilidad de sumar los dos tercios de ambas Cámaras en 1867, para así forzar la federalización de Rosario, invalidando de ese modo el veto presidencial, hizo que la iniciativa se archivase provisoriamente. Al año siguiente, el Diputado Granel insistiría en la iniciativa, que sería finalmente aprobada por medio de la Ley del 6 de Julio de 1869:

Art.1 Designarse para capital de la República la ciudad del Rosario por el espacio comprendido entre los arroyos Saladillo y Ludueña con tres leguas de fondo desde el Paraná al Oeste.

Art.2 Todos los establecimientos y propiedades públicas, ubicadas dentro del territorio designados por el artículo anterior, serán nacionalizados.

Art.3 Los artículos 1 y 2 de esta Ley serán ratificados por la Legislatura de Santa Fe, de acuerdo con la Ley de Cesión que hizo por ley del 28 de Julio de 1867.

Art.4 El primero de Enero de 1873, o antes, si fuese necesario, las autoridades federales fijarán su residencia en la ciudad del Rosario.

Art.5 La jurisdicción y los derechos que establece la Constitución con relación a la Capital de la República se ejercerán desde la traslación de las autoridades federales a la ciudad del Rosario.

Art.6 Mientras no se verifique la traslación de las autoridades nacionales a la ciudad designada para capital de la República, conforme al artículo 4, el gobierno nacional, residirá en la Ciudad de Buenos Aires.

Art.7 Autorízase al Poder Ejecutivo para hacer los gastos que demande la ejecución de esta Ley.

Art.8 Comuníquese al Poder Ejecutivo.

En esta ocasión sería el presidente Sarmiento el encargado de ejercer su veto, argumentando la “difícil situación política y económica” generada por la Guerra de la Triple Alianza que exigía conservar la capital en la ciudad de Buenos Aires, “la más rica, inteligente y poblada de la Republica”, para “mantener el crédito interior y exterior en las ventajosas condiciones en que hoy se encuentra”. Una vez más fue imposible conseguir los dos tercios para insistir con la iniciativa. El Senador santafesino Nicasio Oroño afirmaba por entonces que el presidente Sarmiento no quería “salir de Buenos Aires, para no desprenderse de los elementos de fuerza, poder y opinión” que le permitían continuar gobernando “apartándose de las instituciones, no faltando más que se mandaran intendentes a las provincias, como en el tiempo de los virreyes.”

Villa María, 1871 

Pese a los reiterados vetos presidenciales de Mitre y de Sarmiento, los proyectos que promovían la federalización de distintos puntos del territorio nacional se multiplicaron entre 1870 y 1871, años en los que se propuso las localidades de Rosario, Buenos Aires, San Fernando, Córdoba y Villa María.[12] En 1871, cuando Villa María estaba a punto de cumplir sus primeros cuatro años de existencia, dos diputados nacionales presentaron un proyecto de ley en cual plantearon que se creara una "comisión compuesta por un Ministro del Poder Ejecutivo, dos senadores y dos diputados elegidos por el presidente de la República, acompañados de los ingenieros que ella juzgue necesarios". La misión de esta comisión propuesta en el Congreso Nacional era la de "[…) examinar si en las inmediaciones de Villa María y Villa Nueva, sobre una u otra margen del Río Tercero de la provincia de Córdoba, se encuentra alguna localidad que reúna las condiciones necesarias para establecer en ella la capital de la República".

La autoría de ese proyecto de ley, fechado el 13 de septiembre de 1871, correspondió al diputado por Buenos Aires, Eduardo Costa, y Santiago Cortínez, diputado por San Juan. En el segundo artículo del proyecto se disponía que la comisión a constituir debía informar acerca de las "condiciones de salubridad", disponibilidad de agua y "fertilidad de la tierra" en la zona a estudiar. Esa información se volcaría en un "informe detallado" que debía exponerse: "Al abrir las sesiones del Congreso el año próximo…" es decir en 1872. El proyecto pasó a la Comisión de Negocios Constitucionales de la Cámara y las cosas se aceleraron. El 16 de septiembre, la comisión se expidió actuando como miembro informante ante la Cámara, el diputado por Buenos Aires, doctor Guillermo Rawson, quien en una extensa alocución, de manera entusiasta, remarcó las conveniencias políticas y geográficas de establecer la capital en la zona propuesta.

Las Cámaras nacionales aprobaron la federalización de Villa María, con un área de 26 kilómetros cuadrados, que debería adoptar el nombre de “Rivadavia” –toda una declaración de principios–. Habida cuenta de la debilidad de Sarmiento por el modelo norteamericano, y la toma de posición que el sanjuanino había adoptado a partir de Argirópolis respecto de que la capital debería ubicarse fuera de Buenos Aires,[13] se especulaba con que esta vez no habría injerencia presidencial para impedir su aprobación: ¿Villa María (“Rivadavia”) se convertiría en la Washington argentina?                                 

Sin embargo, la iniciativa no prosperó. El diario La Nacion lanzó un ataque furibundo, afirmando que significaba “una reacción contra la idea liberal”. Sarmiento impuso un nuevo veto con argumentos terminantes: se trataba de un lugar “despoblado”, y llevar la capital allí implicaba “alejar de la gestión de los negocios públicos a los hombres más prominentes, que por su edad y situación están poco dispuestos a someterse a las privaciones de una residencia improvisada en medio de los campos.” También adujo que la localidad estaba expuesta a malones indígenas, y no era segura para las autoridades nacionales. Por último, manifiestó su temor porque el crédito externo e interno se viese afectado por esa medida, y que si bien la creación de una ciudad nueva como capital era posible en una tierra “prolífica” como los Estados Unidos, que en “setenta años duplicó sus Estados y creo cien ciudades y cuarenta mil villas que son el asombro del mundo”, la situación en la Argentina era muy diferente. A su juicio,

“[…] el gobierno no puede decretar que se traslade a Villa María una sociedad culta […] –ya que– durante medio siglo los amigos de la libertad y de la civilización se parapetaron en las ciudades para hacer frente al atraso de las campañas que minaban las instituciones libres, y cuando apenas cesa la última tentativa que ha producido la tradición de los caudillos para preservar su predominio, sería tentar a la providencia el poner por diez años al Gobierno Nacional en los campos.”                                                                                                                                  

Los argumentos de Sarmiento expresan una vez más su tendencia a reducir la realidad a los términos de su lema “civilización o barbarie”, identificando a esta última con las tradiciones nacionales e hispánicas y las áreas rurales.[14] Nuevamente, los dos tercios de ambas Cámaras no pudieron reunirse, y de nada valieron los reclamos del Senador Aráoz denunciando a quienes –como el propio presidente Sarmiento– no estaban dispuestos a hacer el sacrificio de patriotismo y civismo”, gobernando a la Nación desde “donde no hay palacios, donde no hay hoteles.” Aráoz concluía afirmando que “falta la voluntad del Poder Ejecutivo y un poco de actividad, un poco más de fe en el porvenir del país, y un poco más de fe en la consolidación de la Nación Argentina.”

Pese a los reiterados reveses provocados por los vetos presidenciales, las propuestas para la definición de la cuestión capital no cesaron. Granel reiteró su iniciativa a favor de Rosario en 1872 y 1873, y en este último año nuevamente resultó aprobada por ambas Cámaras en el marco de un debate donde nuevamente se postularon las candidaturas de Villa María, Villa Constitución, o bien de una nueva ciudad que debería erigirse entre las dos. Sarmiento vetó de nuevo la norma, esta vez con los argumentos de que cada año “disminuye el número de votos que apoyan esta idea” y de que el Ejecutivo estaba “en medio de las premiosas atenciones que reclama la rebelión” de Ricardo López Jordán en Entre Ríos. Al año siguiente, 1874, el diputado Villada Achával no tuvo éxito en su propuesta de federalizar la ciudad de Córdoba.

La Presidencia de Avellaneda, Roca y la definición de la cuestión capital

Hacia fines de su mandato, Sarmiento se empeñó en ejercer la función de gran elector, impulsando la candidatura de Avellaneda, con el apoyo del Partido Nacional, que como tal hacía su debut en la política nacional. Sin embargo, las cosas no se modificaron demasiado. Nuevos proyectos de federalización de Rosario, Córdoba y de un territorio ubicado entre las localidades de Ramallo y Pavón, no prosperaron. El Ministro del Interior, el santafesino Simón de Iriondo, propuso crear una comisión para reformar el artículo 3º de la Constitución, iniciativa que permitiría postergar indefinidamente el debate, ya que debería someterse a una Convención reformadora de la Constitución Nacional. El diputado cordobés Clemente Villada, quien ya había propuesto la federalización de su propia capital provincial, objetaba por entonces las iniciativas que volvían a aparecer sobre una eventual federalización de Buenos Aires, en los siguientes términos:

“[…] el cuerpo aún pequeño, diremos así, como es la Nación Argentina, puesto que recién empieza a vivir, tendría una cabeza demasiado grande, que absorbería todas las fuerzas vitales de aquel: y esta cabeza seguiría creciendo desproporcionadamente con el resto del cuerpo: de manera que vendría a ser un monstruo de la República Argentina con la capital en Buenos Aires, por ser demasiado grande su cabeza."[15]

Sin embargo, el debate sobre la federalización de Buenos Aires iba cobrando creciente actualidad. Quedaba en claro que la resolución del tema de la  designación de la capital y el futuro de la relación entre el Estado Nacional y la provincia de Buenos Aires estaban atados de manera inexorable al resultado de la próxima elección presidencial. Julio A. Roca, proclamado “héroe del desierto” luego de la campaña de 1879, echaba leña al fuego, azuzando al gobernador porteño, Carlos Tejedor, quien se manifestaba dispuesto a mantener la autonomía provincial sin importar los costos. "En épocas electorales –afirmaba Roca– el revólver es la primera razón y el Remington la última instancia de toda elección. Por esto se arma Tejedor, que ve claramente que tiene que apelar al juez supremo”.[16] El gobernador porteño exacerbó su localismo al responderle que “somos una provincia de ochocientos mil habitantes en una República de menos de dos millones”.

A principios de 1880, la tensión superó todos los límites, y la confrontación armada entre Buenos Aires y el Estado Nacional no tardó en estallar. Luego de varios combates que evidenciaron la supremacía de las fuerzas de la Nación, una comisión de notables, entre los que se contaba Bartolomé Mitre, acordó con los ministros nacionales las pautas de la pacificación, que incluían la renuncia del gobernador porteño Tejedor, el reconocimiento de la autoridad del gobierno nacional, al respeto de las restantes instituciones provinciales y la promesa explícita de no iniciar procesos a los rebeldes. Tejedor presentó su renuncia a la Legislatura el 30 de junio.

Una vez que fue liquidado el último foco de autonomía porteña, el Presidente Avellaneda envió al Congreso, el 24 de agosto de 1880, un proyecto que proclamaba como Capital de la República al municipio de la ciudad de Buenos Aires. El mensaje que lo acompañaba estaba redactado en términos contundentes, y afirmaba que la designación de Buenos Aires como capital era:

"el voto nacional, porque es la voz misma de la tradición y la realización bajo formas legales del rasgo más característico de nuestra historia. La capital en Buenos Aires nada innova ni trastorna, sino que radica lo existente, dando seguridades mayores para el futuro. Es la única solución de nuestro problema, fecunda para el porvenir, porque es la sola que no se improvisa o inventa, la que viene traída por las corrientes de nuestra propia vida y la que se encuentra en la formación y en el desenvolvimiento de nuestro ser como Nación. Es también la única solución en la verdadera acepción de la palabra y ante los intereses presentes, porque da estabilidad y crea confianza, mientras que cualquiera otra solución, proyectándose con sus consecuencias en lo desconocido, infunde sospechas o recelos y engendra peligros. Erigiendo los argentinos la ciudad de Buenos Aires en capital definitiva de la República, daremos influencia permanente para el gobierno y sobre el gobierno al grupo de hombres que vive en la esfera más culta, más espaciosa y más elevada; pero se la daremos con la autoridad de la Nación, en su nombre y con su sello, evitando así competencias y antagonismos locales que han dejado tantos surcos oscuros o sangrientos en nuestra historia." (Abad de Santillán, 1965).

Las intervenciones en las Cámaras Nacionales, monopolizadas prácticamente por miembros del Partido Autonomista Nacional, se limitaron a debatir cuestiones de forma o de procedimientos, antes que la letra o el espíritu del proyecto. En la Sesión del Senado Nacional del 27 de julio de 1880, el senador Igarzábal afirmaba:

“Los últimos acontecimientos han hablado bien alto, burlando esperanzas halagüeñas y matando ilusiones patrióticas.

El Gobierno Nacional residía sin jurisdicción en la ciudad de Buenos Aires: no era una solución, pero era un hecho consentido por el pueblo y los poderes públicos de la Nación.

Todos veían en esto el medio de llegar a una solución satisfactoria. Unos pensaban que el tiempo y la razón fría operarían lo que el esfuerzo y el patriotismo de hombres muy distinguidos del país no habían podido conseguir antes, a saber: la federalización de la ciudad de Buenos Aires; otros, en previsión de una forma institucional, veían el ensayo de un gobierno constitucional sin jurisdicción, sin las tareas de la Capital, sin las ocupaciones de la casa, diré así, para dedicar todo su tiempo al desarrollo de los intereses nacionales de un país tan vasto , y en el que todo está por hacerse, como es la Republica Argentina.

Pero repito, señor Presidente, los acontecimientos últimos han hablado contra todo esto […] los hechos han hablado para dar razón plena a los artículos de la Constitución, que establecen que la Nación debe tener una capital, y que el Gobierno Federal debe ejercer en ella jurisdicción exclusiva.

[…] La Comisión tenía que pensar en el punto que debe ser designado, pero desde luego encontraba que en la conciencia y en las aspiraciones del pueblo argentino está que la Ciudad de Buenos Aires, capital de hecho, debe ser de derecho la Capital definitiva de la República.

Fue la Capital del país bajo el gobierno español, la Capital, la cabeza de nuestra revolución y emancipación política, la Capital de la Nación por nuestros Congresos de 1826 y 1853, es decir, bajo las dos formas de gobierno ensayadas en nuestro país, así que es forzoso convenir en que la Capital en Buenos Aires viene a ser una cláusula del testamento sagrado de nuestros padres, representados precisamente en esta cuestión por las dos figuras más culminantes de nuestra historia. (Rivadavia y San Martin).

[…] la Nación pide a la Ciudad de Buenos Aires que la encabece. Esta no se negará a conciliar este alto honor con la realización de un hecho que piden todas las Naciones del mundo que están en relación con la República Argentina, y es: la neutralización de los grandes intereses mercantiles que están acumulados en aquella ciudad.”

El Senador Pizarro, en tanto, sostenía que: “Gobierno sin jurisdicción es un absurdo, una palabra sin sentido, un mito, pues el Gobierno no es otra cosa sino el ejercicio de la soberanía […] por medio de los tres poderes públicos que la representan”.

En la sesión del Senado Nacional del 24 de agosto de 1880, el Senador Pizarro retomaba la palabra, para afirmar que:

“Nada se ha hecho, mientras queda todo por hacer, y todo queda por hacer mientras no se haya resuelto la cuestión de la Capital permanente de la Republica […] En el seno de la Comisión de Negocios Constitucionales […] existen dos proyectos referentes a este asunto. El uno basado en la prescripción del artículo 3ro. de la Constitución Nacional, que confiere al Congreso la facultad de designar la Capital permanente de la Republica: el otro, que coloca la cuestión fuera de este terreno y encomienda su solución a una Convención Nacional, reformando el artículo 3ro de la Constitución. ”

Pizarro legitimaba la elección de Buenos Aires, apelando al lugar ocupado por esta ciudad a lo largo de la historia, tanto en la etapa colonial, como en lo sucesivo:

“si seguimos estudiando las diferentes etapas de la historia posteriores a la emancipación, la ciudad de Buenos Aires se presenta como una ciudad perteneciente a la Nación y no a la provincia. En ella ha residido siempre el gobierno de la República y la Nación ha ejercido jurisdicción constante en ella, siendo en todo el tiempo la Capital, aun en la época de la disolución nacional, de la desmembración y disolución de los pueblos […] esta ciudad continuaba así siendo de la Nación y nunca de la provincia”.[17]

Mientras tanto, en la Cámara de Diputados, en la sesión del 20 de septiembre de 1880, el diputado Olmedo disentía con algunos de los argumentos expuestos por los senadores, aunque no así con su voluntad de acompañar el proyecto de federalización:

“Setenta años de lucha, doscientos años de historia colonial, no han sido suficientes para dejar claro e indiscutiblemente probado, cual fuera la capital más conveniente para la República […] Mucho se ha dicho para probar lo fatal, lo indispensable que es fijar el asiento de las autoridades nacionales en la ciudad de Buenos Aires. Y sobre todo, se ha dado vueltas alrededor de esta idea, de que Buenos Aires es la capital histórica de las provincias del Río de la Plata. A mi juicio se ha incurrido en un error muy grave. La capital histórica no es la metrópoli del virreinato, porque la capital histórica de una república no puede ser la capital de una colonia; porque hay impropiedad, y hasta cierto punto inhabilidad, para que la que estaba acostumbrada a ser el asiento de un gobierno despótico, sea el asiento del gobierno de la libertad.

[…] Grandes publicistas, entre ellos el Dr. Alberdi, lo han dicho con palabras inolvidables. No es la Capital del Virreinato, del gobierno absoluto, la buena, la única, la sindicada para ser capital de un pueblo libre: no son tampoco las grandes ciudades las que están destinadas fatalmente a ser la capital de un pueblo. Y si esto sucede en el mundo europeo, es por una razón muy obvia y muy fundamental: porque se necesitan capitales que respondan a esta idea suprema de aquellas sociedades –a la idea de centralización– […] Es porque los gobiernos teocráticos, monárquicos, absolutos necesitan de las grandes ciudades como única fuente de poder suficiente para ahogar las libertades del resto de la Nación. Por eso, Roma es la capital de Italia y lo fue del mundo antiguo. Por eso, París ha sido y es la capital de Francia. Por eso, por una razón muy contraria, Washington es la capital de los Estados Unidos del Norte. Por eso, nosotros deberíamos buscar una capital a crear, o tomar por capital una ciudad que por sí sola no fuera capaz de contrapesar la influencia, el poder moral y material del resto.

[…] Tengo la franqueza de sostenerlo, porque lo creo: el pueblo argentino en su inmensa mayoría, no quiere la capital en Buenos Aires. Pero el pueblo argentino, en su inmensa mayoría también, comprende y nosotros tenemos el honor de hacernos sus intérpretes, que en las circunstancias actuales no hay otra capital posible que Buenos Aires.”[18]

A continuación, el diputado Ramón Gil Navarro, polemizaba con Olmedo, presentando una lectura diferente de las tesis de Alberdi:

“el doctor Alberdi profetizó todo lo que debía suceder y está sucediendo en Belgrano y concluye diciendo que vendría un buen día, bajo circunstancias imprevistas y que tendrían lugar grandes acontecimientos que harían resolver la cuestión de la Capital de la República. Y agrega, con profética convicción, que esa capital debía ser la capital de la Tradición: Buenos Aires”.[19]

El diputado Vicente Mallea, destacaba el predominio y el privilegio de Buenos Aires sobre el resto del territorio nacional:

“Buenos Aires es la provincia más extensa, más poblada, más rica, más ilustrada y por consiguiente más poderosa de las catorce que componen la unión. Está cruzada en todas la regiones por ferrocarriles y telégrafos y posee varios bancos y sociedades anónimas, tiene infinidad de establecimientos públicos […] naturalmente, una provincia en las condiciones de población y riqueza que posee Buenos Aires, representa un poder, que se aproxima demasiado al de la Nación”.[20]

El diputado Olmedo agregaba una razón más, de índole político-partidaria, para justificar su voto:

“Hay una razón más […] Es una razón de partidario. Se inaugura muy pronto una nueva presidencia […] El Partido Autonomista tiene esta suprema aspiración: que el General Roca […] gobierne desde Buenos Aires, emporio de riquezas y esplendor, de que rodee el poder de su gobierno con todos los prestigios de la opinión de Buenos Aires, y que muestre […] que es bueno uno de aquellos leaders o pioneers del interior, para gobernar la República desde la Plaza de la Victoria.

Así, habremos radicado la grandeza de la Nación, habremos logrado la paz interna, nos habremos elevado ante el mundo exterior, y podremos mañana, ya que hemos ocupado el Río Negro y asegurado nuestra fronteras, avanzar sobre la Patagonia, llegar hasta el Estrecho y hacer que no sea la propiedad de una Nación sino que sea el canal por donde se comuniquen dos grandes fuerzas: la Europa y los Estados Sud Americanos.”[21]

El 21 de septiembre de 1880 se sancionaba la Ley 1029, que disponía la federalización porteña. Esta implicaba para la provincia un fuerte recorte en lo político, en tanto preservaba su titularidad de bienes y posesiones:

Ley declarando Capital de la República al Municipio de la Ciudad de Buenos Aires.

“Por cuanto:

 El Senado y la Cámara de Diputados de la Nación Argentina, reunidos en Congreso, etc., sancionan con fuerza de LEY:

 Art. 1°. Declárase Capital de la República, el Municipio de la Ciudad de Buenos Aires, bajo sus límites actuales.

Art. 2°. Todos los establecimientos y edificios públicos situados en el Municipio, quedarán bajo la jurisdicción de la Nación, sin que los municipales pierdan por esto su carácter.

Art. 3°. El Banco de la Provincia, el Hipotecario y el Monte de Piedad permanecerán bajo la dirección y propiedad de la Provincia, sin alteración á los derechos que á ésta correspondan.

Art. 4°. La Provincia mantendrá igualmente la administración y propiedad de sus ferrocarriles y telégrafos, aunque empiece su arranque en el Municipio de la Ciudad, conservando, asimismo, la propiedad de los demás bienes que tuviese en él.

Art. 5°. La Nación tomará sobre sí la deuda exterior de la Provincia de Buenos Aires, previos los arreglos necesarios.

Art. 6°. El gobierno de la provincia podrá seguir funcionando sin jurisdicción en la Ciudad de Buenos Aires, con ocupación de los edificios necesarios para su servicio, hasta que se traslade al lugar que sus leyes designen.

Art. 7°. Mientras el Congreso no organice en la Capital la Administración de Justicia, continuarán desempeñándola los Juzgados y Tribunales provinciales, con su régimen presente.

Art. 8°. Esta Ley sólo regirá una vez que la Legislatura de Buenos Aires haya hecho la cesión competente, prestando conformidad á sus cláusulas, con arreglo á lo dispuesto en el artículo 3° de la Constitución Nacional.

Art. 9°. Comuníquese al Poder Ejecutivo.

 

A.DEL VALLE - B.OCAMPO, Secretario del Senado - VICENTE P. PERALTA - J.

ALEJO LEDESMA, Secretario de la Cámara de DD”.[22]

Faltaba aún el consentimiento de la Legislatura de Buenos Aires. La composición anterior, que había protagonizado el enfrentamiento con el Estado Nacional, había sido disuelta. La nueva, elegida bajo la presión de los acontecimientos, votó la ratificación de la federalización pese a la elocuente protesta del diputado Leandro N. Alem, que constituye una clásica pieza de argumentación a favor de la descentralización y de la autonomía porteña:

“Los partidarios de la centralización se equivocan en los resultados que esperan. Cometen un grave error filosófico en sus apreciaciones. La concentración del poder no produce ese vigor y esa mayor vitalidad de un país. Tendrá a su disposición mayor cantidad de elementos, pero la fuerza de éstos se debilitará paulatinamente, porque así se debilita su propia iniciativa y su propia actividad, que es el impulso verdadero del progreso.

La centralización, atrayendo a un punto dado los elementos más eficaces, toda la vitalidad de la República, debilitará necesariamente las otras localidades. Nuestra Carta Nacional es más centralista que la norteamericana y la suiza.

Nuestra legislación es unitaria, como no lo es la primera, y las facultades respecto del Ejército no están en la segunda. Y puedo aventurarme a decir que nuestro Ejecutivo es más fuerte todavía que el mismo Ejecutivo de Inglaterra, no obstante ser monárquica aquella Nación. El Ejecutivo Nacional compone su gabinete a voluntad y lo mantiene del mismo modo, sin que haya fuerza legal que se lo pueda impedir.

Las provincias no pueden levantar ni mantener tropas de línea ni armar buques y por fin el gobierno nacional tiene el derecho de intervención en aquéllas.

Y yo pregunto y espero que se me conteste con espíritu desprevenido: ¿si es posible, con todo a la vista, sostener, como se ha dicho que es frágil y vacilante la base de la Autoridad Nacional? ¿Si es posible que, marchando como se debe marchar y aplicándose la ley imparcialmente, pueda alguna vez peligrar la existencia de esa autoridad y de la nacionalidad argentina, por disturbios y acontecimientos más graves que los que se acaban de producir?

No, señor presidente; la Autoridad Nacional tiene todas las atribuciones y todos los elementos necesarios para conservarse en cualquier emergencia, para guardar el orden y abatir todo movimiento irregular. […] Dominando previamente en esta capital, por medio de sus agentes y allegados, ¿quién podrá contenerlo después?

Es una tendencia natural del Poder a extender sus atribuciones, dilatar su esfera de acción y engrandecerse en todo sentido; y si ya observamos ahora cómo se arrojan sombras, de continuo, sobre la autonomía de algunas provincias, influyendo sensiblemente la Autoridad Nacional en actos de la política y del régimen interno de aquéllas, ¿qué no sucederá cuando se crea y se sienta de tal manera poderosa y sin control alguno en sus procedimientos?

Creo firmemente, señor, que la suerte de la República Argentina Federal quedará librada a la voluntad y a las pasiones del jefe del Ejecutivo Nacional. […] Gobernantes voluntariosos y mal inclinados, habían hecho sentir, más de una vez, sobre el pueblo, los perniciosos efectos de la centralización.

Interviniendo en todas partes, llevando su acción a todas las localidades, gobernándolas a su voluntad por medio de sus agentes, su autoridad era inquebrantable y todo lo dominaban y lo podían avasallar, sin encontrar resistencias eficaces. Pero la solución que damos a este problema político, nos contestan los sostenedores, es la solución que la historia y la tradición nos aconsejan: Buenos Aires es la capital tradicional e histórica de la República Argentina. Esto no es exacto; y parece increíble, señor presidente, que algunos espíritus distinguidos hagan tan lamentable confusión de ideas. En primer lugar, es un malísimo sistema tomar la tradición como razón suprema y decisiva para la solución de estos problemas de alta filosofía política. Es de la escuela conservadora y aun puedo llamarla estacionaria, que se levanta todavía al frente de la escuela racional y liberal.”[23]

El discurso de Alem, claro y contundente, advertía sobre muchos de los procesos y consecuencias que habrían de potenciarse en los años siguientes, hasta llegar al presente. La federalización de Buenos Aires incrementó la concentración política y administrativa, arrasando con los restos del federalismo que habían conseguido sobrevivir a las políticas implementadas a partir del acceso de Bartolomé Mitre a la Presidencia, en 1862. Con tono claro y descarnado, Alem denunció la contradicción entre los principios y las prácticas de un Partido Autonomista, creado en 1862, para evitar la federalización porteña, y que ahora era el artífice de la amputación del territorio provincial. Tampoco pasaba por alto que los miembros de esa Legislatura porteña, que ahora daba su aprobación a la federalización, habían sido elegidos durante la vigencia del Estado de Sitio impuesto por la intervención federal, lo que los inhabilitaba moral y legalmente para tomar una decisión tan trascendente. Finalmente, no demostraba sorpresa alguna al señalar que la que había sido la capital de la monarquía y del Partido Unitario, caracterizados por sus ideas elitistas y excluyentes, fuera nuevamente elegida por un patriciado que rivalizaba con aquellos en sus pretensiones aristócratas. Para Alem, la federalización porteña implicaba la centralización de la civilización, y la condena a la barbarie, al atraso, al abandono, al resto del inmenso territorio nacional.

El escaso compromiso con sus ideas por parte de la dirigencia política, se traducía en su marcado pragmatismo al momento de tomar decisiones concretas. En 1862, los autonomistas se oponían a la centralización, mientras que los mitristas o nacionalistas la impulsaban. En 1880, las posiciones se habían intercambiado. En relación con esto, resulta ilustrativa la argumentación de José Hernández, otrora nacionalista a rajatabla, que ahora aseguraba que debía “tomarse en consideración la opinión del comercio extranjero”, “que el partido federal era favorable a esta capitalización y que el unitario no lo era”, o bien que así se alcanzaba la “confirmación y afianzamiento de las instituciones federales”.[24] Solitario, el gaucho Martín Fierro asistía a la drástica transformación experimentada por su payador en apenas ocho años. (Hernández, 1872).

Conclusión

Pese a los briosos conceptos de Leandro Além, para septiembre de 1880 la federalización de Buenos Aires era un capítulo concluido. El Estado Nacional había subordinado a la última provincia díscola, y ahora, tal como sostenía Avellaneda: “No hay en la Nación nada superior a la Nación misma.”

Con la derrota política del Estado de Buenos Aires, se consagraba la victoria de una alianza política nacional articulada alrededor del Partido Autonomista Nacional (PAN), decidida a profundizar la participación de la Argentina como país dependiente exportador de alimentos, en el marco de la División Internacional del Trabajo organizada por Gran Bretaña. Esa inclusión, cuyos bases habían sido acordadas por la dirigencia unitaria en 1825, exigía una centralización del poder político indispensable para disciplinar a la mano de obra, garantizar la concentración de la riqueza y la enajenación de las riquezas nacionales en beneficios de los intereses imperiales, y el impulso de las obras de infraestructura y de transformación demográfica exigidos por el nuevo orden económico y político que imponía el sistema capitalista.

El control de la Capital por parte del Estado Nacional aseguraba las garantías exigidas por el poder imperial y los intereses económicos foráneos respecto de sus inversiones y de sus exigencias a nivel político y económico. Concentrado en unas pocas manzanas en torno al pueblo de Buenos Aires, ese poder económico y diplomático podía imponer sus puntos de vista a un Estado Nacional dispuesto a la obediencia, considerada como atributo indispensable para garantizar el “progreso”, la “civilización” y el enriquecimiento de una elite nativa que encontraba en la situación semi-colonial la clave de su prosperidad. Tal como afirmaba Arturo Jauretche:

“La idea no fue desarrollar América según América, incorporando los elementos de la civilización moderna; enriquecer la cultura propia con el aporte externo asimilado, como quien abona el terreno donde crece el árbol. No. Se intentó crear Europa en América trasplantando el árbol y destruyendo lo indígena que podía ser obstáculo al mismo para su crecimiento según Europa y no según América”. (Jauretche, Arturo).

Tal como afirmaba el diputado Olmedo, con honestidad brutal, y despreocupándose con impunidad de que su voto fuera contrario a sus argumentos:

“Mucho se ha dicho para probar lo fatal, lo indispensable, que es fijar el asiento de las autoridades nacionales en la ciudad de Buenos Aires. Y sobre todo, se ha dado vueltas alrededor de esta idea, de que Buenos Aires es la capital histórica de las provincias del Río de la Plata. A mi juicio, se ha incurrido en un error muy grave. La capital histórica, no es la metrópoli del Virreinato, porque la capital histórica de una República no puede ser la capital de una colonia; porque hay impropiedad, y hasta cierto punto inhabilidad, para que la que estaba acostumbrada a ser el asiento de un gobierno despótico, sea el asiento del gobierno de la libertad.”

Efectivamente, la capital histórica del Virreinato no podía lógicamente ser la que impulsara luego la libertad, había una contradicción en ello. Sin embargo, esta tensión se reduce a la nada si se advierte que el proyecto de país semicolonial adoptado por la generación del 37 y la generación del 80 no tenía pretensiones de libertad ni de soberanía, más allá del discurso. Su máxima aspiración era convertirse en apéndice de Gran Bretaña, a eso debería sus momentos de mayores logros, y también su irreversible decadencia una vez que la potencia madre iniciara su proceso de declinación sin solución de continuidad a partir de la crisis de 1929.

La capital consagrada para la Argentina, de este modo, resultaba acorde a un modelo social, político, económico y cultural basado en el coloniaje, la privatización de la economía, la concentración de la riqueza, la exclusión social y la negación de derechos elementales a las grandes mayorías. Una economía atlántica, dependiente y semicolonial encontraba en el puerto de la antigua colonia su espacio articulador, y también los límites para su crecimiento.

Con la federalización porteña, un Estado Nacional consolidado se encontraba finalmente en condiciones de un “federalismo hegemónico”. Se inauguraba, a continuación, una etapa de crecimiento y expansión inéditos (Sábato, 2008), en beneficio de unos pocos, y terminaba de cerrarse una alianza hegemónica que presidiría los destinos de la Nación durante seis décadas. (Lettieri, 2008).

Bibliografía

Abad de Santillán, Diego (1965): Historia argentina, Buenos Aires, TEA, Vol. 3.

Alberdi, Juan B. (1852): Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Valparaíso, Imprenta de El Mercurio.

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