Conformación del Estado Nacional (1854-1900)

Por: Dr. Alberto Lettieri
30 de Marzo de 2015

A partir de la caída de Juan Manuel de Rosas, tuvo lugar en la Argentina la etapa decisiva del proceso de formación del Estado Nacional Argentino, cuyas bases principales, según Oszlak (1982) han sido la “dependencia, faccionalismo, arcaísmo ideológico y corrupción”. Por Estado, se entiende generalmente a una organización capaz de imponer un acatamiento de su autoridad por parte de la población, apelando tanto al ejercicio –o a la amenaza de ejercicio– de la violencia efectiva y al consenso. (Strasser, 1986). El Estado es un ordenador de la sociedad, que articula o arbitra intereses contrapuestos o incompatibles entre sí, constituyéndose en instrumento y garantía de un cierto tipo de orden, que no es neutral, sino que responde al equilibrio de fuerzas que interactúan en la sociedad a su cargo. La Nación, en tanto, alude a un orden cultural (lenguas, religiones, tradiciones, formas de vida, etc.). La cronología de los procesos de construcción del Estado y los de la Nación generalmente no son coincidentes.

Según Oszlak, sólo puede hablarse de Estado-Nación cuando se establece un sistema de dominación que sintetice las siguientes capacidades: 1) de manifestar y externalizar su poder; siendo reconocido como soberano por otras unidades estatales; 2) de institucionalizar su autoridad, asumiendo el monopolio de la violencia legítima; 3) de burocratización y diferenciación de sus funciones; 4) de imponer alguna forma de identidad colectiva y de pertenencia social. Su autoridad se ejerce sobre un territorio determinado, que a la vez constituye un espacio económico (mercado) donde se establecen relaciones de producción específicas.

En la Argentina, el proceso de formación del Estado Nacional se desarrolló durante la segunda mitad del Siglo XIX, en el marco de un complejo proceso marcado por la dependencia externa, la corrupción, la consolidación de minorías oligárquicas caracterizadas por su arcaísmo ideológico, sus prácticas de corrupción y la concentración de los medios de producción y el recambio poblacional, a costa del exterminio de buena parte de la población preexistente (pueblos originarios, mestizos y afrodescendientes). Estas características dejaron su huella en los procesos de institucionalización y de adquisición de los rasgos fundamentales de ese Estado Nacional oligárquico, y muchas de ellas perduran hasta nuestros días.

A continuación, se analizarán las principales características de ese proceso de construcción de la estatidad y la institucionalidad política para el período 1854-1880, como marco conceptual para el análisis de las fuentes documentales de la Cámara de Diputados de la Nación.

Contexto histórico mundial

El proceso de construcción del Estado Nacional Argentino se desarrolló en un contexto histórico de expansión de los imperios contemporáneos de Occidente, caracterizado por la imposición a escala mundial del capitalismo y de las relaciones sociales que le son propias. (Hobsbawm, 1997) (Lettieri, 2008). En atención a las exigencias que imponía la configuración de este nuevo sistema de dominación, las sociedades periféricas debieron garantizar un cierto orden institucionalizado, que tanto asegurara la paz interior como un cierto reparto de riquezas y de poder a nivel nacional, cuanto afirmara, a través de la sanción de un texto constitucional, los bienes e inversiones de los capitales extranjeros. El nuevo sistema capitalista impuso una forma característica de reparto de funciones, la denominada División Internacional de Trabajo, que asignó a las potencias occidentales el monopolio de la actividad industrial, de las inversiones y la explotación de los servicios y comunicaciones en las sociedades periféricas, condenando a estas a la producción exclusiva de alimentos, minerales y materias primas. (Cardoso, 1977). El nuevo Pacto Colonial implicaba una distribución desigual de los excedentes y la destrucción de las producciones locales competitivas con las manufacturas imperiales por medio de la imposición del librecambio. Asimismo, el nuevo ordenamiento de tareas en las economías dependientes estuvo acompañado, en muchos casos, de un violento proceso de recambio demográfico, que permitió colocar el excedente poblacional europeo en otras regiones del planeta. En nuestro país, este proceso de recambio adquirió las características de un verdadero genocidio. 

La política

La década de 1850 estuvo caracterizada por el conflicto entre Buenos Aires y la Confederación Argentina, liderada por el entrerriano Justo José de Urquiza, quien alcanzó la presidencia nacional en el marco del sistema dispuesto por la Constitución de 1853. Imposibilitada de ejercer la hegemonía nacional tras la caída de Rosas (el 3 de febrero de 1852), la dirigencia liberal-conservadora que lo reemplazó en el gobierno de la Provincia de Buenos Aires apeló a la secesión como estrategia de presión para recuperar su perdido liderazgo. De este modo, y privada del puerto de exportación por excelencia y de los recursos de su aduana, la Confederación fue empobreciéndose y endeudándose. No tardaron en aflorar los conflictos entre las provincias que la conformaban por cuestiones territoriales o de apropiación de recursos territoriales, hasta que finalmente la vía armada fue la escogida para acelerar la reunificación. Las batallas de Cepeda (1859) y Pavón (1861) devolvieron a Buenos Aires la capacidad de encabezar el proceso de consolidación política y territorial, y de delinear los términos de inclusión definitiva de la Argentina dentro del sistema de División Internacional del Trabajo. Paradójicamente, en ninguna de estas dos batallas las fuerzas de Buenos Aires consiguieron imponerse, lo cual deja aún más en claro la incapacidad que entonces demostraba la dirigencia del resto de las provincias para el ejercicio de la hegemonía a nivel nacional. (Halperín Donghi, 1979) (Lettieri, 2006).

La victoria de Buenos Aires allanó el camino para que su gobernador, Bartolomé Mitre, accediera a la Presidencia de la Nación en 1862. Mitre profundizó el proceso de institucionalización, a través de la codificación de leyes, el disciplinamiento social y territorial, por medio de la creación del Ejército Nacional y de un brutal genocidio de líderes y militantes federales a lo largo del país. También impulsó la definición de límites territoriales y de reconocimiento de la soberanía del Estado Nacional, valiéndose de la trágica Guerra de la Triple Alianza y la firma de acuerdos diplomáticos. (Pómer, 1986). Simultáneamente, promovió la inmigración europea y el adoctrinamiento de la población a través de un sistema educativo nacional, cuyos primeros cimientos se establecerían durante su gestión, por medio de la creación de Escuelas Normales.

Las políticas de Mitre fueron profundizadas durante la gestión de su sucesor, Domingo Faustino Sarmiento, quien continuó con el genocidio de los opositores y promovió un saqueo aún mayor de las riquezas nacionales, por medio de la instalación de ferrocarriles y el incremento del endeudamiento del Estado. Su política de disciplinamiento social incluyó el adoctrinamiento educativo a través de la educación popular, y estimuló el proceso de aculturación y de vaciamiento de las culturas y tradiciones nativas, apelando a su eslogan “civilización y barbarie”, que exigía hacer tabla rasa con los fundamentos culturales preexistentes y con los sujetos sociales que los expresaban.

Finalizada la presidencia de Sarmiento, una guerra civil y una profunda crisis económica recibieron a su sucesor, Nicolás Avellaneda. (Lettieri, 2009). El mitrismo, que había asentado los fundamentos del nuevo Estado Nacional, recurrió a un golpe de estado fallido para tratar de recuperar un predominio político que se le escurría de las manos, en la medida en que las nuevas instituciones políticas, y sobre todo, el Congreso Nacional, permitieron configurar nuevas alianzas que aseguraban a las dirigencias provinciales el acceso a los cargos públicos más determinantes a nivel nacional, en detrimento de la antigua y exclusivista elite porteña. La revolución fue un fiasco, y el mitrismo debió resignarse al ejercicio de una tutela ideológica y moral –no menos significativa, por cierto– desde las páginas del periódico La Nación. La crisis internacional de 1873-1876 puso en jaque provisoriamente a varias economías emergentes y, en su transcurso, nuestro país se arrogó el triste privilegio de bajar los salarios de los empleados públicos, disminuir de manera exponencial la burocracia estatal y garantizar el pago de los compromisos de la deuda externa “sobre el hambre y la sed de nuestro pueblo”, en palabras del tucumano Avellaneda. La gestión de Avellaneda continuó con las políticas de promoción de la inmigración europea, el adoctrinamiento educativo y la consolidación de las instituciones nacionales, al tiempo que se llevaron adelante diversas iniciativas para ocupar efectivamente territorios en litigio con Chile. En 1878, la Expedición Py (Le debe su nombre al Coronel Luis Py, quien estuvo a cargo de esta) aseguró el control de los territorios al Sur del Río Santa Cruz y, un año después, en 1879, el Coronel Roca despojó a los pobladores nativos de millones de hectáreas en la llanura pampeana, en el marco de una expedición genocida. Las tierras fueron distribuidas en pocas manos, entre lo más selecto de la oligarquía argentina y algunos bonistas del norte de Europa. Algunos años después, metodología similar se aplicaría en el Noroeste argentino, para asegurar el dominio de los territorios del Chaco.

La presidencia de Avellaneda se cerró, en 1880, con una nueva revolución porteña, liderada por el Gobernador Carlos Tejedor, acción preventiva ante el inminente desenlace del proceso que habría de despojar a la Provincia de Buenos Aires de su ciudad principal, para convertirla en Capital Federal. La derrota de las fuerzas porteñas permitió comprobar que ya no existía en el territorio argentino ninguna institución pública capaz de confrontar con el Estado Nacional. Inmediatamente, Roca fue premiado con la presidencia nacional, en recompensa a los servicios prestados a esa oligarquía que se enriquecía a paso acelerado. Roca demostró una singular capacidad para el ejercicio del liderazgo político durante el primer cuarto del siguiente siglo, y bajo su conducción se organizó una alianza política de dimensiones nacionales. El PAN (Partido Autonomista Nacional) monopolizó prácticamente las instituciones políticas, recurriendo al fraude, al tráfico de influencias y al ejercicio –o amenaza de ejercicio– de la violencia explícita. [1]

El PAN fue un partido de Estado que consiguió capear las conmociones internas generadas por la corrupción de la política financiera –presidencia de Miguel Juárez Celman (1886-1890), las revoluciones de 1880, 1893, 1895 y 1905, las huelgas obreras y las crisis de 1890.

Con el régimen oligárquico, vigente entre 1880 y 1912, el modelo agroexportador dependiente alcanzó su versión más acabada. (Botana, 1976). La pampa húmeda se especializó en la producción de carne vacuna y cereales, la inmigración se multiplicó, el adoctrinamiento educativo alcanzó su cenit a partir de la sanción de la Ley 1420, y la concentración de la riqueza y saqueo de nuestros recursos adquirieron una matriz exponencial. Sin embargo, por debajo del aparente éxito de la alianza colonial sellada por esa voraz oligarquía se acumulaban tensiones, que impulsarían cambios políticos y sociales significativos en las décadas siguientes, una vez que las medidas de coacción directa aplicadas por la élite dirigente comenzaron a demostrar sus limitaciones para poner freno a los procesos de cambio social.

La economía

En la segunda mitad del Siglo XIX, las exportaciones constituyeron el motor de un crecimiento económico desigual y regionalizado en nuestro país, consecuencia natural de la adopción de un modelo agroexportador dependiente. La disminución abrupta de los fletes fue la contribución de las economías imperiales a la consolidación del modelo capitalista de División Internacional del Trabajo, [2] que asignó a las economías industriales la parte del león en el reparto de la riqueza internacional, condenando al resto a la producción de bienes primarios –alimentos, minerales y materias prima–, de bajo precio en el mercado mundial y sin valor agregado.

En el caso argentino, es posible distinguir dos grandes etapas en la segunda mitad del Siglo XIX. Hasta 1879 predominaron las exportaciones de lana, cuero y carne salada. A partir de entonces, y hasta 1914, el maíz y el lino pasaron a jugar un papel mucho más protagónico. Hacia el fin de esta etapa, también el trigo y la carne congelada pasaron a ocupar posiciones de privilegio. (Ortíz, 1955) (Gerchunoff y Llach, 1998).

El proceso de construcción de la dependencia argentina, según lo demostrado precozmente por Raúl Scalabrini Ortíz (1936) fue propiciado por la llegada de bienes y servicios –sobre todo ferrocarriles, telégrafos y nuevo puerto porteño–, que crearon las condiciones adecuadas para la incorporación de nuevas tierras, mano de obra y capital al circuito internacional. El Estado Nacional se mostró prescindente al momento de fijar límites a los poderes fácticos del mercado, poniéndose en cambio disciplinadamente a su servicio al momento de endeudarse, reprimir las demandas sociales o distribuir el costo de las inversiones dentro del conjunto de la sociedad, a través de la aplicación de impuestos al consumo. De este modo, los límites entre el mercado interno e internacional eran borrosos, hasta prácticamente desaparecer en el marco del pacto colonial.

Los capitales extranjeros y la oligarquía terrateniente fueron los principales beneficiarios del proceso de acelerada expansión registrado hasta 1914. (Giberti, 1974). Ya para 1880, las mejores tierras de la pampa húmeda habían sido apropiadas por esa oligarquía, verificándose una formidable concentración de la tierra. Los excedentes generados por la actividad económica eran concentrados en pocas manos, y se aplicaban a la reinversión en ferrocarriles, tierras, algunos talleres, propiedades suntuarias y títulos públicos así como al gasto improductivo hacia el cual esta oligarquía demostró proverbial dedicación. En cuanto a las inversiones extranjeras, el principal rubro eran los ferrocarriles, donde el 60% era de origen británico. Los capitales y la tecnología extranjera tenían papel cuasi excluyente en frigoríficos, buques refrigeradores, plantas eléctricas y obras públicas. La actividad de talleres e industrias, con un uso extensivo de mano de obra, se multiplicó entre 1880 y 1913 aunque sin motivar iniciativas serias de inversión en tecnología y equipamiento.

Sociedad e inmigración

Las nuevas economías que se integraban a la División Internacional del Trabajo en la segunda mitad del Siglo XIX –Argentina, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Chile, Brasil y Uruguay– experimentaron un significativo crecimiento de la inmigración europea, continuando el sendero ya trazado por los EEUU durante el siglo anterior.

La Argentina se constituyó en uno de los principales receptores de la inmigración europea, cuyo impacto fue determinante, tanto por la cantidad de nuevos pobladores como por la escasa población preexistente que había disminuido aún más a consecuencia del genocidio de mestizos, pobladores originarios y afrodescendientes implementado por el Estado Nacional Oligárquico. (Gori, 1964).

Según el Primer Censo Nacional, realizado en 1869, la población argentina no llegaba a 2 millones, en tanto, para 1920, más de la mitad de los habitantes de Buenos Aires eran nacidos en el exterior. De este modo, la política inmigratoria fue considerada como una herramienta esencial para el proyecto oligárquico que adoptaron el lema alberdiano “gobernar es poblar” y sus criterios discriminatorios en términos étnicos:

Poblar –afirmaba Alberdi– es civilizar cuando se puebla con gente civilizada, es decir, con pobladores de la Europa civilizada. Por eso he dicho en la Constitución que el gobierno debe fomentar la inmigración europea. Pero poblar no es civilizar, sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de Asia y con negros de África. Poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país, cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta. Porque hay Europa y Europa, conviene no olvidarlo; y se puede estar dentro del texto liberal de la Constitución, que ordena fomentar la inmigración europea, sin dejar por eso de arruinar un país de Sud América con sólo poblarlo de inmigrados europeos.

(Alberdi, 1879)

Para 1914, los extranjeros representaban el 40% de la mano de obra y poseían alrededor del 50% del capital, con el consiguiente impacto sobre la matriz económica y la distribución del PBI. De este modo, en menos de medio siglo la composición demográfica del país se modificó en forma radical. Para 1869, el país contaba con 1.877.490 habitantes, de los cuales 160.000 habían arribado de Europa durante la década precedente. Para 1930 los inmigrantes llegados a la Argentina sumarían 6.300.000, de los cuales 3.385.000 se establecerían de manera definitiva.

La inmigración en las áreas rurales

Los primeros intentos de impulsar la inmigración europea fueron un tanto erráticos y atomizados. Las primeras colonias rurales de inmigrantes se establecieron en 1855 en la Provincia de Corrientes, producto del acuerdo entre el gobierno de Urquiza y el médico francés Auguste Brougnes, quien se comprometió a conseguir la llegada de mil familias de agricultores en un lapso de diez años. La provincia les entregaría 35 hectáreas de tierras laborables, además de alimentos, semillas, animales y útiles de labranza. Los inmigrantes se asentaron en Santa Ana, Yapeyú, Empedrado, Bella Vista y en las cercanías de la ciudad de Corrientes.

En enero de 1856 se creó la colonia agrícola-militar "Nueva Roma", con mayoría de inmigrantes de origen italiano, en las proximidades de Bahía Blanca, pero el fallecimiento de su fundador, el Coronel Silvino Olivieri, trajo aparejado su fracaso. A finales de ese mismo año, se fundaron la Colonia Suiza de Baradero y la colonia Esperanza, en Santa Fe –poblada por suizos, franceses y alemanes, gestionada por Aarón Castellanos–. En la década siguiente sería el turno de la Colonia Galesa de Gainman, en Chubut, patrocinada por el Ministro de Interior Guillermo Rawson, en 1864.

Con el fin de promover el flujo inmigratorio, en 1857 se fundó en Buenos Aires la Asociación Filantrópica de Inmigración, provista de subvención gubernamental y de terrenos anexos al puerto de la ciudad. Allí se levantó el primer Hotel de Inmigrantes. Simultáneamente, en Entre Ríos, Urquiza patrocinó personalmente la creación de la Colonia San José.

En tanto el presidente Urquiza se ocupó personalmente de impulsar el establecimiento de colonias de inmigrantes, sus sucesores, Mitre y Sarmiento, se limitaron a apoyar iniciativas inmigratorias, sin considerar esta actividad como una política de Estado, aun cuando el artículo 25 de la Constitución Nacional daba una señal terminante en ese sentido:

Art. 25. El Gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes.

Si bien los publicistas nativos del liberalismo dependiente recomendaban convocar a inmigrantes protestantes, de origen anglosajón, elogiando su moralidad, alfabetización, capacidad de ahorro, espíritu empresarial, etc., esos mismos inmigrantes preferían como destino los EEUU o las colonias británicas de la Commonwealth, donde se les ofrecían condiciones mucho mas favorables que en nuestro país. En efecto, a contramano de las primeras colonias establecidas en la década de 1850, la masa inmigratoria en la Argentina se compuso principalmente de italianos, españoles y población del este de Europa, justamente aquellos contra cuya llegada alertaban Alberdi y Sarmiento en sus escritos. (Alberdi, 1852 y Sarmiento, 1845). Un caso particular fue el del Territorio Nacional –hoy provincia– de Misiones, que se caracterizó por la ausencia de inmigración italiana. En 1896 llegó el primer contingente de polacos, que se estableció en la localidad de Apóstoles, y luego se sumaron inmigrantes alemanes y ucranianos.

Los inmigrantes arribados al país procedían generalmente de las clases subalternas de Europa, expulsados como población excedente de la Revolución Industrial y la Revolución Agrícola, o bien por las crisis económicas cíclicas, iniciadas en 1866. Recién en 1875, durante la gestión de Nicolás Avellaneda, el Estado Nacional decidió asumir la organización del proceso inmigratorio, mediante la creación de la Comisión General de Inmigración. En 1876 se sancionó la Ley N° 761/76, de Inmigración y Colonización, que asigna la condición de inmigrantes a los:

[…] extranjeros jornaleros, artesanos, industriales, cultivadores o profesores que con menos de 60 años de edad, buena moralidad y aptitudes suficientes, que lleguen en tercera ó segunda clase (en barco) al territorio de la República para establecerse en ella.

(Ley N° 761/76)

La iniciativa incluyó la promoción de la convocatoria a inmigrantes a través de agencias oficiales establecidas en ciudades y puertos europeos y el financiamiento de pasajes en barco entre 1888 y 1891. Sin embargo, el alto precio de la tierra conspiró, en alguna medida, contra el éxito del proceso inmigratorio, e incluso provocó que muchos inmigrantes retornaran a sus países de origen. En adelante, el Estado se limitaría a tratar de encauzar la inmigración espontánea, garantizando ocho días de alojamiento y manutención en el Hotel de Inmigrantes, y la realización de gestiones para conseguirles trabajo.

Debido a que la mayoría de los inmigrantes eran agricultores en sus naciones de origen, la mayoría intentó volcarse a tareas agrícolas. Sin embargo, la promesa de distribución de tierras públicas raramente se cumpliría, ya que en su mayoría ya habían sido malvendidas o cedidas por el Estado a personas o corporaciones influyentes antes de 1885. Fue así como la porción principal de los inmigrantes se convirtió en asalariada, estableciéndose en las ciudades tradicionales o bien en una gran cantidad de centros urbanos que surgieron en la segunda mitad del Siglo XIX. Las iniciativas de colonización, en tanto, sólo florecieron en alguna medida en Mendoza, Entre Ríos, Santa Fe, Misiones y Chaco. En el caso de Misiones y Chaco se convirtieron en el paraíso de las empresas forestales, que operaban desentendiéndose del poder institucional, o en connivencia con este. La empresa británica Forestal Land, Timber & Railway Company, taló los extensos quebrachales del Chaco utilizando braceros y hacheros originarios de Europa del Este. Experiencias similares fueron desarrolladas por empresas similares en Santiago del Estero, Salta y Jujuy.

La inmigración urbana

La inmigración europea provocó un impacto tal que entre mediados del Siglo XIX y la Primera Guerra Mundial la población se duplicó cada veinte años. Según el Censo de 1914, los extranjeros representaban más del 30% de la población argentina. En la Ciudad de Buenos Aires alcanzaban más del 60%, mientras que en Rosario representaban el 47% en 1910 y el 42% en 1914, siendo el 55% originario de Italia. Rosario pasó de una población de 9.785 en 1858 a 222.000 en 1914, experimentando un crecimiento del 2169% en 56 años. Sin embargo, la concentración de la tierra en pocas manos, el desarrollo de la ganadería extensiva y la práctica de celebrar contratos de arrendamiento rural de corta duración y enormes cargas para los arrendatarios –duraban no más de 4 o 5 años, y el arrendatario estaba obligado a labrar la tierra, cultivar cereales y forraje, y devolverla sembrada al fin del acuerdo– provocó el asentamiento de la mayoría en las ciudades, sobre todo en la de Buenos Aires. En efecto, más de la mitad de los inmigrantes se radicaron en esa ciudad o en la Provincia de Buenos Aires, y el resto de las provincias litorales les siguieron en orden de importancia. Para 1895, el 42% de la población argentina estaba radicada en centros urbanos, y en 1814 este índice se había incrementado hasta llegar al 58%, una tasa superior a la de cualquier país de Occidente, a excepción del Reino Unido y los Países Bajos, y más aún teniendo en cuenta que se trataba de una economía primario-exportadora dependiente. En muchos centros urbanos, los inmigrantes constituyeron las 4/5 partes de la población masculina, y entre ellos predominaban los italianos –un 68,5% se radicó en Buenos Aires– y españoles, sumando en conjunto un 78% de la inmigración total. En las ciudades, los inmigrantes se integraron a los sectores secundario y terciario de la economía. Fueron empleados en la construcción de ferrocarriles, en talleres de utilización extensiva de mano de obra, y un porcentaje significativo se dedicó al comercio. Según el Censo de 1914, de los 47.000 industriales registrados, 31.500 eran de origen extranjero.

A contramano de lo sostenido por el discurso oficial del modelo oligárquico dependiente, el Censo de 1914 comprobó que sólo el 29% de la población económicamente activa estaba empleada en el sector agrario, mientras la industria ocupaba al 35% y el sector servicios. Sin embargo, no debe perderse de vista que los frigoríficos que abastecían al mercado externo eran grandes empleadores de mano de obra, y que la precariedad del sector industrial, con escasas inversiones y tecnología, le reportaba escasa participación en el PBI. 

Estado, inmigración y represión

El Estado Nacional Argentino impulsó un complejo proceso de homogeneización cultural de los inmigrantes y de la población nativa, a través de diversos procesos de adoctrinamiento que encontraban su articulación en la escuela. En tal sentido, la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza primaria dispuesta por la Ley 1420, sancionada en 1884, constituyó la llave maestra de la manipulación de las representaciones sociales y del sentido común. Este proceso se complementaba, en el caso de los nativos –muchos de ellos hijos de inmigrantes– con la conscripción forzosa durante un año en el Ejército Nacional, dispuesta por la Ley de Servicio Militar Obligatorio de 1901.

En tanto se intentaba adoctrinar a los inmigrantes en los valores y la obediencia al sistema oligárquico impuesto en nuestra sociedad, se desalentaba su participación efectiva en la política institucional. Para 1900, sólo el 4% de los adultos en condiciones de votar eran extranjeros. Tampoco los inmigrantes hacían esfuerzos por adquirir derechos políticos, en muchos casos por su deseo de retornar a sus países de origen, o bien por su condición de anarquistas, que los llevaba a desechar toda forma de participación institucionalizada.

En 1902, el Congreso Nacional sancionó la Ley de Residencia, redactada por el diputado conservador Miguel Cané, que asignaba al Poder Ejecutivo la facultad de expulsar del territorio nacional a extranjeros acusados de delitos comunes o actividades sediciosas, entre las que se incluía la organización sindical y política de los trabajadores. Estas iniciativas de organización no eran nuevas. Con el antecedente de la Sociedad Tipográfica de 1854, en las décadas de 1860 y 1870 inmigrantes franceses y alemanes impulsaron emprendimientos tales como Les Egaux y Vorwarts, dando origen al movimiento obrero en la Argentina. Simultáneamente se creaban organizaciones étnicas de ayuda mutua, como Unione e Benevolenza, el Club Español, el Hospital Italiano, etc., y en 1908, en respuesta a la crítica situación que la precariedad habitacional significaba para los trabajadores y sus familias, se creó el Hogar Obrero, por iniciativa del Partido Socialista, dando el puntapié inicial al movimiento cooperativo argentino.

La acción de los trabajadores no cesaba. En 1878 se fundó el Sindicato de Gráficos, y en los años siguientes se crearon los sindicatos de empleados de comercio, ferroviarios, carreros, panaderos, sastres, albañiles y tabacaleros, liderados por anarquistas y socialistas. Como corolario de esas iniciativas, en 1901 se creó la primera central sindical, la Federación Obrera Argentina (FOA). La reacción del Régimen Oligárquico fue primitiva e inmediata, y en 1902 el Congreso aprobó la Ley 4144, conocida como Ley de Residencia. Si bien la unidad entre socialistas y anarquistas no duró –ya que los primeros se agruparon en la Unión General de Trabajadores (UGT) y los segundos en la FORA (Federación Obrera Regional Argentina)–, el tratamiento legislativo de la norma motivó la primera huelga general, sumamente exitosa, que significó una dura derrota política para el roquismo. En los años siguientes, el Régimen haría una generosa aplicación de esta ley. Pese a eso, la conflictividad social se incrementó hasta que, en 1912, los inmigrantes organizaron la primera medida de fuerza agraria, conocida como el Grito de Alcorta, en la Provincia de Santa Fe. 

La Educación

La cuestión educativa enfrentó a liberales y católicos en la segunda mitad del Siglo XIX, produciendo cambios de significación que marcaron a fuego la educación argentina hasta nuestros días.

En 1881 fue convocado el Congreso Pedagógico, que tuvo por objetivo la evaluación de la situación educativa y la proposición de alternativas para mejorar su calidad y establecer la participación estatal en un área considerada estratégica. Como resultado de los debates, realizados en 1882, se llegó a establecer la necesidad de impulsar la educación gratuita y obligatoria, respetuosa de las particularidades regionales. También se propusieron reformas metodológicas y cambios significativos en los contenidos y en la filosofía del sistema educativo, sobre todo en lo referido a la cuestión religiosa, donde primó la posición que sostenía la alternativa educativa laica, en abierta oposición al proyecto presentado por el Ministro de Justicia, Culto, e Instrucción Pública, Manuel Pizarro, de formación cristiana a ultranza, que reivindicaba la matriz religiosa. (Puiggrós, 2003) (Filmus, 1999) (Tedesco, 1982).

El debate que instaló el Congreso Pedagógico entre educación laica y religiosa tensaron la relación con la Iglesia, y aunque el Presidente Julio A. Roca recomendó a sus ministros evitar el enfrentamiento, esto no fue posible. El cruce entre el Ministro del Interior, Miguel Juárez Celman, y el nuncio Mattera, terminó con la renuncia del Ministro Pizarro, quien fue reemplazado por el agnóstico Eduardo Wilde. Las aguas no se calmaron y, al año siguiente, el nuevo vicario capitular de Córdoba, Monseñor Clara, se enfrentó frontalmente con la presidenta del Consejo Provincial de Educación, la Sra. Armstrong, de confesión protestante, y prohibió que los fieles católicos inscribiesen a sus hijas en la Escuela Normal, bajo la autoridad de Armstrong. Inmediatamente, el Estado Nacional tomó cartas en el asunto, y separó a Clara de de su cargo, sometiéndolo a juicio. Las maestras que intentaron suavizar el conflicto, mediando entre las partes, fueron sancionadas, y el diario La Nación acometió contra la decisión estatal. Rápidamente El Nacional, fundado por Roque Sáenz Peña y Carlos Pellegrini, recogió el guante, a través de Domingo F. Sarmiento, iniciando una afiebrada polémica. José Manuel Estrada, católico militante, fue expulsado de su cátedra de Derecho Constitucional, mientras el conflicto no cesaba de incrementarse. Finalmente, las relaciones entre el Estado Nacional y la Iglesia se rompieron, y el nuncio Mattera fue expulsado. 

La Ley 1420 de Educación Común

El Congreso Nacional tomó las conclusiones del Congreso Pedagógico de 1882, y el 8 de julio de 1884 sancionó la Ley 1420, que promovió un enorme progreso en materia educativa. Gracias a su aplicación, el analfabetismo pasó del 77% en 1869, al 36% en 1914. Sólo durante la primera década, el analfabetismo disminuyó en un 13,5%, ubicándose en el 53,5%.

La Ley adoptó una matriz optativa en materia religiosa, siendo los padres los encargados de decidir al respecto. La enseñanza religiosa tendría un carácter extracurricular, y se implementaría fuera del horario escolar. También los padres adquirían un rol de contralores, mediante su participación en los distritos escolares.

La Ley sólo tendría vigencia en la Capital Federal, los territorios nacionales, las colonias y las escuelas normales, competencias del Estado Nacional, en tanto las provincias deberían dictar sus propias normas. Sin embargo, el Estado Nacional se reservó su capacidad de intervenir en los contenidos provinciales, mediante su capacidad de inspeccionar la enseñanza, y distribuir premios y sanciones por medio de subsidios y fomentos.

Esta capacidad de definir los contenidos educativos a nivel nacional convirtió a la educación en un fabuloso dispositivo de adoctrinamiento y manipulación de contenidos, representaciones sociales y tradiciones territoriales y étnicas. El artículo 6, por ejemplo, fijaba los contenidos mínimos a transmitir a los alumnos, que incluían una distorsión del pasado nacional y una naturalización de la condición colonial de nuestro país, en relación con la civilización europea, acorde con la propensión colonialista de la dirigencia del liberalismo oligárquico. La ley introducía el pensamiento único, disfrazándolo bajo la apariencia de neutralidad y objetividad del saber científico y no descuidaba contenidos y prácticas de sociabilidad definidas por esa dirigencia, en abierta contradicción con las que portaban los inmigrantes y los pobladores preexistentes en nuestro territorio. En el caso de las niñas, se incluían materias como economía hogareña y manualidades, acordes con el rol social preasignado. En el caso de los varones, nociones básicas de la actividad agrícola-ganadera y ejercicios militares simples.

El sistema educativo se dividía en secciones infantil, elemental y superior. Se establecía la enseñanza mixta entre los 6 y los 10 años, y se creaban establecimientos para adultos en cárceles, fábricas, cuarteles, y escuelas rurales.

La gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza primaria apuntaba al adoctrinamiento de toda la estructura social, y disponía la responsabilidad social de los padres o tutores, quienes podían ser multados ante las inasistencias reiteradas de los educandos.

La Ley disponía, asimismo, la profesionalización de la actividad, requiriendo la obtención de título habilitante para el ejercicio de la docencia. Como no se contaba aún con la cantidad necesaria de diplomados, el Consejo Nacional de Educación otorgaba certificados de idoneidad a postulantes que superaran los exámenes a los que debían someterse. 

Las Relaciones Exteriores

Durante la segunda mitad del Siglo XIX, la política exterior argentina se subordinó regularmente a los intereses y estrategias de Gran Bretaña, con la que se estableció una relación semicolonial. [3] Por entonces, la potencia europea era el principal mercado para las exportaciones argentinas, así como la principal fuente de inversiones y de aprovisionamiento de bienes y servicios para nuestro país. En este período se establecieron relaciones diplomáticas con la mayor parte del mundo. (Escudé, 1994).

En 1865, el Estado Nacional, encabezado por Bartolomé Mitre, ofició como instrumento de la política británica en el cono sur, exigiendo sanciones ejemplificadoras para la nación hermana del Paraguay, que se había atrevido a rechazar las presiones inglesas para establecer el librecambio. De este modo, un conflicto iniciado en la República del Uruguay entre facciones rivales, apoyadas por Brasil y Paraguay, dio origen a una terrible confrontación que provocó el exterminio del pueblo paraguayo, que se tradujo en la disminución de su población masculina adulta a menos del 5%, y la pérdida de 2/3 de su territorio, en beneficio principalmente de Brasil. El Estado Nacional Argentino se aseguró el Chaco Central, en el marco de una mediación realizada por el presidente de los EEUU, Rutherford Hayes, en 1878. La llamada Guerra de la Triple Alianza significó la presentación en la arena internacional del nuevo Estado Nacional Oligárquico de la Argentina, caracterizada por la masacre, el endeudamiento y la corrupción. (Rosa, 2009) (Pómer, 1968).

En 1895, sin mayores discordancias, se sometió a laudo arbitral del Presidente norteamericano Grover Cleveland la demarcación de límites con Brasil en la región misionera.

En tanto no quedaban cuestiones significativas pendientes en el norte del territorio nacional, las pretensiones chilenas sobre los territorios patagónicos y australes pusieron reiteradamente a la región en riesgo concreto de un enfrentamiento armado a lo largo del período. (Lettieri, 2013). A fin de tratar de resolver pacíficamente la cuestión, entre 1873 y 1879 el Perito Francisco Moreno y su colega chileno, Diego Barros Arana, realizaron una serie de expediciones a la Patagonia, Tierra del Fuego y el Estrecho de Magallanes, que se tradujeron en la firma del Tratado de Límites entre ambas naciones, en 1881. Sin embargo, por problemas en la demarcación territorial, se realizó en 1896 un laudo arbitral de Gran Bretaña. Como gesto de apaciguamiento del clima bélico imperante en ambas naciones, el 15 de febrero de 1899 los presidentes Julio A. Roca y Federico Errázuriz Echaurren se reunieron en el Estrecho de Magallanes, concretando el célebre “Abrazo del Estrecho”. El laudo británico fue recogido por un nuevo Tratado, en 1902, ampliamente criticado en nuestro país por las concesiones que realizaba a Chile. Adicionalmente, el tratado sometía a perpetuidad los eventuales diferendos que surgieran entre los dos países a la Corona Británica, ratificando así la naturaleza semi-colonial que había adquirido la relación entre nuestro país y Gran Bretaña.

Conclusión

En la segunda mitad del Siglo XIX la Argentina experimentó un profundo proceso de cambios, liderado por un liberalismo oligárquico que plasmó en la realidad su proyecto de restablecimiento de una relación semicolonial con un poder imperial, en este caso el de Gran Bretaña. En efecto, la inclusión como economía primaria agroexportadora, en el marco de la División Internacional del Trabajo capitalista, garantizó la consolidación de una oligarquía nativa, respaldada por el poder imperial, a costa de ceder la parte del león en la apropiación de las riquezas y el trabajo de la sociedad argentina.

Esa oligarquía nativa cedió la iniciativa al imperio británico, así como el control de la infraestructura y de los medios de transporte y comunicaciones –puertos, ferrocarriles, telégrafos, etc.–, e incluso fabulosas extensiones de tierra fuera de la Pampa húmeda, reservándose a cambio el control efectivo de la propiedad terrateniente al interior de ese espacio, integrado por excelencia al mercado internacional. También se apropió del Estado y del gobierno, a través del fraude electoral y del ejercicio –o amenaza de ejercicio– de la violencia sobre las clases subalternas, concentró la riqueza y se reservó durante mucho tiempo el monopolio de los espacios universitarios.

A fin de garantizar el control y el disciplinamiento social, recurrió al genocidio de la población mestiza, originaria y de afrodescendientes, apelando a la consigna “civilización y barbarie” como argumento que justificaba su genocidio. Las expediciones contra los caudillos federales y su base social, durante las presidencias de Mitre y de Sarmiento, las políticas de exterminio impulsadas por Roca, bajo el eufemismo de “Conquista del Desierto”, o bien la matanza de gauchos y afrodescendientes en el marco de la nefasta Guerra de la Triple Alianza, fueron las herramientas de una elite que se consideraba predestinada a transformar la sociedad preexistente, moldeando los contornos de la dependencia nacional, la exclusión social y la limpieza étnica.

El genocidio de las clases subalternas nativas fue acompañado por un recambio demográfico provisto por la llegada masiva de inmigrantes, en su mayoría proletarios analfabetos de las regiones más pobres de Europa. Estos inmigrantes trajeron consigo un conjunto de reivindicaciones y una inédita capacidad de organización frente a las políticas de explotación sistemática impulsadas por esa oligarquía, que motivaron dos reacciones coordinadas desde los espacios políticos controlados por la clase dominante: la tradicional represión directa, a la que se sumaron leyes represivas, como por ejemplo la Ley de Residencia, que autorizaba a expulsar del país a los inmigrantes que desempeñaran actividades políticas o sindicales, y la imposición de un sistema educativo obligatorio, de matriz autoritaria, caracterizado por la imposición del pensamiento único y la invención de un pasado nacional, construcción sumamente exitosa que permitía naturalizar dentro del sentido común de la sociedad los privilegios de la clase dominante y las lacerantes desigualdades sociales existentes.

Las tensiones al interior de la oligarquía agroexportadora no estuvieron ausentes. En 1874 y 1880, dos revoluciones impulsadas por fuerzas políticas porteñas –el mitrismo y el tejedorismo–, reemplazaron a los tradicionales levantamientos de caudillos federales, ya desactivados definitivamente. Esas acciones, mal planificadas y desastrosas en sus resultados, permitieron demostrar que el Estado Nacional se había consolidado definitivamente para 1880, con la amputación de la Ciudad de Buenos Aires del territorio de la provincia homónima, convertida por entonces en Capital Federal.

Sin embargo, el éxito del proceso de construcción de una economía dependiente, del genocidio de las clases subalternas y la concentración de la riqueza y del poder político y social en pocas manos, encontró inesperadas resistencias a partir de 1890. Las clases medias, surgidas como consecuencia de la expansión del sector servicios, propios de una economía primario exportadora, reclamaron mayor participación política y transparencia electoral, a través de nuevos agrupamientos, como por ejemplo la Unión Cívica de la Juventud o la Unión Cívica Radical. Las revoluciones de 1890, 1893, 1895 y 1905, aunque fracasaron en su objetivo, echaron luz sobre la inestabilidad y el malestar social existente, situación que se agravaba sobremanera ya que a las exigencias de las clases medias se sumaba una creciente combatividad de los trabajadores inmigrantes, enrolados mayoritariamente en el anarquismo y en las organizaciones FOA y FORA. La respuesta de la oligarquía consistió en combinar políticas crecientemente represivas para los trabajadores, y una reforma política, la Ley Sáenz Peña de 1912, que permitió transparentar el sistema electoral, habilitando, sin quererlo, el acceso de la UCR a la primera magistratura en 1916.

Mientras la vida política estaba expuesta a permanentes sobresaltos, los negocios británicos se multiplicaban a orillas del Plata. Inversiones en bancos, ferrocarriles y frigoríficos, y un incremento sin precedentes del endeudamiento externo, y altas tasas de enajenación de las riquezas nacionales convirtieron a la Argentina en el territorio privilegiado para la colocación del capital británico. Nada parecía turbar el futuro de una alianza entre un imperio en expansión y una oligarquía que autocelebraba su buena fortuna en medio del lujo, el despilfarro y la explotación de los más débiles. Sin embargo, para principios de la década de 1910, los vientos de cambio se intensificaron. La protesta obrera se incrementó, la UCR conquistó posiciones institucionales decisivas, y el viejo Imperio Británico ingresó en un cono de sombras del que ya no conseguiría recuperarse, con el estallido del Primera Guerra Mundial, en 1914. Por entonces, se abría una nueva etapa para nuestra sociedad y para el mundo en su conjunto, que contemplaba el exterminio recíproco de las potencias europeas en el marco de un conflicto bélico sin precedentes. 

Bibliografía

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[1] Alberdi justificó reiteradamente el ejercicio del fraude y la violación de la voluntad popular, expresando un descreimiento absoluto tanto de la sabiduría de las mayorías, como de la razonabilidad de las clases dirigentes latinoamericanas: "Es utopía, sueño y paralogismo puro –sostenía– el pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió formada de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la república representativa". (Alberdi, 1852).

[2]El concepto tradicional de División Internacional del Trabajo se refiere a la especialización de los diferentes países en la producción de determinados bienes y servicios. En este proceso un grupo pequeño de naciones que iniciaron tempranamente la transformación estructural de sus economías, gracias al avance sin precedentes de las fuerzas productivas, tomaron la delantera en su especialización como productores de bienes manufacturados, al tiempo que la mayor parte del mundo debió conformarse con su papel de abastecedores de bienes primarios de origen agropecuario y minero. Este esquema de división del trabajo se acentuó especialmente después de conformado el sistema mundial de la economía hacia finales del siglo XIX […]”. (Romero, 2002). 

[3] El concepto de sociedades semicoloniales fue propuesto por Lenin en 1916, en su obra El imperialismo, fase superior del capitalismo, siendo aplicado posteriormente por la mayoría de los autores de raigambre socialista o que adscriben a diversas versiones de la denominada “teoría de la dependencia”.

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